I
Se refugió en casa.
Apuntaló la puerta, colocando una silla bajo el pomo para dejarla bien atrancada, corrió la fila de cerrojos que descendían hasta casi llegar al suelo, y por último se aseguró de que nadie pudiera atravesar la barrera, forcejando ella misma con el pomo en repetidas ocasiones.
Intentó apagar el televisor -en vano, como otras veces había comprobado-, que por algún extraño mecanismo, incluso no habiendo corriente eléctrica, se encendía con absoluta libertad e independencia. “Quizá –pensó- ahora las ondas viajan junto a códigos inteligentes que manipulan los mecanismos eléctricos para que obedezcan las órdenes de lo que acaso es un inmenso cerebro instalado en una antena gigante o un repetidor, en el monte”.
Aquel monte. Lo recordó de pronto. Aquel monte precioso por cuya ladera descendía la densa vegetación, ahora convertido en sede de un hipotético cerebro. Una impresionante arquitectura de hormigón, austera, monolítica, visible desde todos los ángulos de la ciudad.
Después de volver a comprobar la seguridad, fue a la cocina. Ya estaba más tranquila, así que abrió los armarios repletos de latas de conserva, paquetes de azúcar, garrafas de agua mineral, leche, pan empaquetado, aceite y, en general, todo lo considerado imprescindible para pasar una larga temporada de encierro. Volvió a realizar el inventario ¡Quién sabe! Quizá estuviera allí para siempre.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que detectó las primeras anomalías? Imposible saberlo. Lo primero en caer fueron las conexiones en Internet. La única página Web disponible mostraba un círculo rojo sobre fondo negro. Eso era todo. Un final de emisión, de mensajes, de comunicación. Siguió el televisor, en un orden que quizá atendía más bien a cuestiones técnicas.
Transcurrió más tiempo hasta que la radio cayó en las redes de la nueva y omnipresente emisión, pero hasta ese momento escuchaba las noticias al llegar de la calle, cada vez más extrañada por lo que quizá fuera una infección a nivel universal. Voces de desconocidos hacían sus conjeturas en torno a tan inaudito suceso. No se trataba de expertos. Eso forzaba a las más disparatadas tesis, pues no hay nada más rocambolesco que gente discutiendo acerca de lo que desconoce. Una de aquéllas voces lanzó una teoría genial y cuando menos muy imaginativa. Decía que tal vez -siempre tal vez- no se tratara de algo infeccioso, sino de una inaudita evolución del género humano hacia formas distintas. Decía que los genes, de pronto, al contacto con algún agente bacteriológico, una sustancia química o un virus, habían mutado haciendo que la humanidad entrara en semejante estado.
Otra voz decía que eso venía sucediendo de mucho tiempo atrás, pero las autoridades habían hecho caso omiso. O quizá, apuntó, fueron las autoridades competentes en su totalidad -no sólo los científicos-, las primeras en ser infectadas o mutadas.
Aquello tenía sentido. A partir de ahí María comenzó a atar cabos. Cierto que algunos comportamientos, ya de tiempo atrás, sobre todo los de personas que aparecían por televisión, eran muy extraños. Pero hizo como todos, no darle importancia. “En realidad la gente -pensaba ahora- sólo le da importancia a lo que a través de los medios aparece como importante, así que si fueron ellos, los aparecidos, los primeros en caer... ¿cómo averiguarlo?” Era como un gran engaño por culpa del cual habían mantenido a toda la población absolutamente ajena al problema hasta que fue demasiado tarde y apareció esa superestructura en el monte, en lo alto de la colina, con sus subestructuras interconectadas por gruesos cables y tubos grises descendiendo por la superficie donde una vez estuvieron plantados los árboles.
Esa radio, única voz de los movimientos exteriores, estaba ahora apagada. Las voces fueron disminuyendo, y a éstas les siguieron los gritos. Ese era el único sonido ahora, gritos estridentes, insoportables, como de torturados. En la televisión e Internet sucedía otro tanto. Fondo negro y un punto rojo cuya curvatura rozaba casi los lados del cuadrado, y sólo el sonido de los gritos.
¿De dónde provenían? El terror hacía que su imaginación se disparara. No todos los gritos eran iguales. La primera vez que la emisión se cortó para ser sustituida por el punto rojo, se quedó un rato escuchando el ruido, perpleja. Entre el espesor de los lamentos se escuchaban voces en un idioma que le era totalmente desconocido. Ni siquiera parecía humano. Voces que también se alzaban, pero éstas autoritarias, como si estuvieran repartiendo órdenes o exigiendo algo. ¿Serían ellos los castigadores? Otras veces eran apenas audibles por la intensidad de los quejidos o desparecían por completo, pero tal cosa no excluía la posibilidad de que siguieran ahí.
Quiso seguir investigándolas, pero cuando alertaron por radio -aún funcionaban algunas emisoras locales- de que aquello era una infección peligrosa y la relacionaron además con la superestructura -cuya forma piramidal la envolvía en un halo sublime, de potencia cosmológica-, se atemorizó y no pudo seguir escuchando las emisiones. Y digo esto porque tenía la impresión de que el punto era como una enorme garganta. No un punto plano y superpuesto al fondo, sino un agujero a través del cual se escuchaba lo que sucedía detrás de un abismo. Una boca. Un estómago. Un ojo. ¿Quién sabe lo que eso representaba? Virus, mutaciones genéticas, ausencia de autoridad visible, el punto rojo, estructura, torturas, lamentos...
En realidad nada encajaba. Ni siquiera las voces de la radio antes de apagarse pudieron conferir a todos los datos una mínima coherencia. Y ahora que se habían extinguido por completo ya no había más información circulando a través de las ondas, ni la cosa se desarrollaba de manera diferente.
En la calle, personas extrañas que producían auténtico pavor. Sus miradas penetraban en lo más profundo del alma y encogían el corazón, de manera que había decidido no salir de su pequeña fortaleza hasta que las provisiones comenzaran a escasear. Ese día había sido el último. Sólo fue a proveerse de más agua potable -las cañerías estaban secas- y gas -que cogió en una gasolinera abandonada.
Algo extraordinario sucedía. Ausencia de conocidos. ¿Dónde se habían metido todos? Las líneas telefónicas cortadas. Sin electricidad. Y ese maldito televisor, así como la pantalla del ordenador y a veces incluso la radio, se encendían de pronto a todo volumen y los gritos inundaban la casa invadiendo cada rincón. Y ese punto rojo era tan luminoso que el salón comedor se teñía igualmente de rojo. Tenía miedo a ser algún día otro más de esos gritos. De que quienquiera que fueran aquellos señores autoritarios la torturaran a ella también, si es que era eso lo que hacían en la grandiosa superestructura que presidía la ciudad desde la montaña. Todo estaba relacionado sin duda, pero... ¿cómo se encajaban las piezas? ¿Eran estos datos suficientes?
Y la larga espera. Se había acostumbrado a seguir el curso de los acontecimientos a través de cualquiera de los tres medios ahora inservibles. Una noticia tenía su estructura: principio o causas, presentación de los personajes, contextualización, desarrollo, consecuencias y final. Todas las historias hasta ese día habían tenido ese final a veces feliz, otras trágico, y las más un final dado por sentado por la misma ausencia de la noticia. Fin del desarrollo. Pero... ¿y ahora? A la pregunta por el significado de lo que estaba sucediendo se añadía otra: lo que quiera que fuera el suceso... ¿cómo se desarrollaba? Si era realmente peligroso -y tenía todos los visos- ¿cuál era la señal que indicaba un aumento de peligro o el final del mismo?
Nada.
Nunca había experimentado tanta indefensión.
Nunca antes se había sentido tan inútil. Ya no había historias ni finales felices ni desarrollo. Era como si el tiempo se hubiera congelado o puesto en suspenso.
Los relojes no funcionaban. Se guiaba por la luz del sol y su propio estómago. Los objetos alrededor suyo, incluido su cuerpo, iban imponiendo su propio tiempo en el ritmo de las necesidades. Y transcurrían los días sin recibir noticia alguna. En los momentos de máxima incertidumbre llegaba a preguntarse si sería aquel el tan presagiado fin de la civilización.
¿Habían sido invadidos por algún país enemigo de la noche a la mañana? Quizá la fortaleza era el cuartel de una autoridad extranjera. Eso explicaba las torturas. Pero... ¿y los militares? ¿Y los tanques y las bombas? ¿Y las noticias de guerra? A lo mejor habían decidido cortar todas las comunicaciones. Pero... ¿por qué ese extraño comportamiento de las personas que aún deambulaban por la calle?
Primero el tiempo pasó lentamente. Luego sucedió lo peor. Se dio cuenta de que el tiempo, el de todos, había dejado de pasar. Eso era muy angustioso.
La tesis de la invasión militar no explicaba el inaudito comportamiento de los que María había bautizado con el nombre de “deambuladores”. Tal nombre era fruto de lo que le inspiraban.
Los deambuladores no parecían hacer nada significativo. Iban, venían... algunos con más celeridad, otros lentamente, como paseando. En sus trazas existía algo absurdo, como si hubieran perdido realidad, sentido, como si en vez de personas fueran sus fantasmas.
Entraban en un piso, cerraban la puerta tras de sí y acto seguido la abrían, salían de nuevo a la calle y retomaban por donde habían venido. Los supermercados estaban vacíos de comida y sin electricidad, pero ello no impedía la presencia de empleadas situadas enfrente de una caja registradora apagada y sin dinero, esperando un cliente. Cuando llegaba la noche estos empleados, en silencio, abandonaban el lugar de trabajo y al día siguiente aparecían puntuales en él, completando el ciclo.
¿Por qué? “Quizá -pensó- han perdido la capacidad de autodominio, de juicio, y convertidos en una especie de máquinas insensibles repiten los movimientos más significativos o insistentes en sus vidas como un acto reflejo, un instinto sin causa inmediata. Espectros de lo que fueron”.
Sentía la necesidad de preguntar, pero no hallaba valor suficiente. La última vez que entró a un supermercado aún pudo proveerse de los últimos botes de conservas que descansaban, ordenados, intactos, en la estantería. Le preguntó a la cajera si tenía que pagarlos y ésta le contestó con un movimiento afirmativo. Pasó los productos por el lector de códigos, pulsó los botones y señaló la cifra que supuestamente debía aparecer en pantalla. Pero... ¿qué cifra? La cinta no corría. El sensor estaba fuera de servicio. No habían números, sólo un fondo negro. La mujer sufría un trance similar a la hipnosis.
El ritual asustó a María. Con el fin de evitar enfrentamientos hizo el gesto de darle dinero sustituyéndolo por un papel blanco, y la cajera le sonrió después de pasarlo por la máquina que verificaba la autenticidad del billete, también fuera de servicio, lo guardó en la caja y dijo: siguiente.
¿Siguiente? María se quedó mirando a los ojos de la cajera y lo que vio no fue exactamente ausencia total de espíritu. Había espíritu, pero deformado. Quizá fuera la sugestión -¿cómo saberlo, si aquella pobre mujer en realidad no le hizo nada malo?- pero en el negro de las pupilas había algo amenazador, un abismo. Como el maldito punto rojo.