viernes, 27 de marzo de 2009

PRÓLOGO, por María García Pérez




“Existe cierto tipo de ficciones mediante las cuales el autor intenta liberarse de una obsesión que no resulta clara ni para él mismo”

Esta frase, escrita por el conocido literato argentino Ernesto Sábato al comienzo de su obra Sobre héroes y tumbas, ilustra a mi modo de ver el torbellino mental en que el autor de esta pequeña obra debió de verse inmerso, absorto ante el discurrir de sus propios pensamientos fluyendo sin dominio, impregnando el papel en blanco con una historia trepidante que una y otra vez viaja más allá de sí misma hasta tocar los entresijos del mundo. Ahora bien, la claridad aparece siempre a posteriori cuando la mente es lo suficientemente lúcida y creativa como para ordenar la más absoluta entropía del único modo en que esto es posible, es decir, mediante la facultad de la imaginación, aquella capaz de plasmar lo inaudito y de darle un sentido humano y universal, aquella capaz de componer una obra como la que el lector tiene ahora entre sus manos.

Sorprendente, extremadamente rica en matices y con un ritmo frenético, es de esos pocos escritos que rompen la realidad en mil pedazos precisamente para explicarla, para congelar y detener mediante palabras lo que no puede detenerse, lo que no está sujeto jamás a concepto ni a ley alguna. Así es, la imaginación funciona aquí de arma que resquebraja el velo de las apariencias para ir más allá, la imaginación en su propio desarrollo, en el discurrir de cada escena, de cada capítulo, de cada concatenación de palabras, dice aquí lo que ella misma muestra siempre sin tener que recurrir necesariamente a conceptos: la libertad que supone saberse en un universo caosmológico. Genial, a mi parecer, por conseguir lo imposible, esto es, lo impensable.

Sus influencias son sencillas de rastrear y, a un tiempo, magistralemte trascendidas en un derroche de originalidad. Así la ciencia ficción a partir de todo el imaginario cinematográfico desde Blade Runner hasta 28 días después es aunada sin dificultad con la filosofía del siglo XX a partir de Nietzsche, pasando por el existencialismo francés, y que llega hasta G. Deleuze, y, ambos vértices se complementan para ofrecer una visión metafísica acerca de lo real mediante una historia apocalíptica y en ocasiones siniestra que trata de revelarnos algo sobre nosotros mismos, sobre el fondo oscuro que mueve la Historia de los hombres en un universo que se desbarata y se reconstruye sin más sentido que la continuidad, unas veces reglada, otras veces explosiva, de la pura violencia.

Una Historia que es la nuestra, una ley informe, un puro devenir en que todos nos movemos sin más sentido que el sinsentido.

Pero hay algo más: una teoría literaria dentro de la propia novela, esto es, una novela a cerca del arte mismo, del poder creativo del hombre capaz de desentrañar esas líneas maestras ocultas que no nos permiten reposo.

Muchos, además, son los pasajes de este relato que, por su vigor y agudeza, pueden llegar a inquietar el pensamiento del lector truncando esquemas, mostrando en su crudeza lo inefable, y, todo ello, mediante el uso de un estilo fluido, sin caer en retóricas vacías ni en el regodeo que inspira el relatar la barbarie con un efectismo barato o un patetismo que pudiera hacer pensar en juicio moral alguno sobre los hechos y las ideas que se narran.

Lejos de la vacuidad del ornamento, con un lenguaje sincero y espontáneo se va tejiendo esta novela que absorbe y deja sin respiración a aquel que decide comenzarla. Una oportunidad, pues, de disfrutar de buena literatura sin tener que pasar por la industria cultural pensando en el alto valor monetario de las ideas.



María García Pérez.

SINÓPSIS



María ha de armarse de valor para salir de su encierro, para vencer el pavor que le produce aquella fortaleza que preside la ciudad, para desoír los terribles alaridos que emanan de su televisor, para huir de los deambuladores y dejar de mirar aquel enorme punto rojo en la pantalla... Ha de encontrar ayuda y abandonar lo que antes fue su cotidiana normalidad sustituida ahora por aquel paraje incomprensible y hostil. Alejandro, su antiguo compañero de trabajo, es ahora su única esperanza, su tabla de salvación tras meses de soledad y reclusión. Pero ¿seguirá vivo? y, aun más ¿seguirá siendo él mismo?

FINAL ALTERNATIVO






(by: María García Pérez)



Escuchó cómo se alejaba el pesado vehículo encargado de la reubicación de los supervivientes. El ruidoso motor del bélico camión, desde la distancia, se asemejaba al inofensivo ronroneo de un gato. A ambos lados de la cabina y contra el fondo verde militar, el nuevo símbolo, portador de renovados valores, emisor de un sentido que venía a inundar la realidad o, más bien, a reconstituirla.

Antes de abrir, se detuvo un momento frente a la verja que cercaba la casa. Rebosaba de emoción. Era un día luminoso, radiante, primaveral. Los rosales de grueso tronco habían florecido salvajemente, haciendo suyo el espacio del jardín, invadiendo el camino, diluyendo los lindes, borrando las delimitaciones. No pudo evitar pensar en ella y en el esmero que ponía en su cuidado. Le parecía estar viéndola, arrodillada sobre la húmeda tierra, con el peto baquero, todavía llena de vida, con los guantes de goma para evitar los pinchazos y el sombrero de paja proyectando su sombra hasta la mitad de la cara. Después, un leve gesto con la cabeza alertada por el ruido metálico de la verja al abrirse, y por último una sonrisa, un saludo, un gesto con la mano libre, mientras en la otra sostenía las tenazas destinadas a aparejar el crecimiento. A pesar del perfecto cuidado, se empeñaba en dejar un resquicio para el curso salvaje del crecimiento. Y se ponía frenética cada vez que averiguaba el despuntar de un desorden, de una libertad absoluta que ni el más meticuloso de los controles era capaz de evitar. Decía: “Los rosales son un ejemplo de la vida. Da igual lo que hagamos, pues al final termina por expandirse a través de los caminos más inesperados” Esa era su visión del mundo, el exceso, la expansión irrefrenable, la hermosura del desbordamiento contrpuesta al incansable afán por remediarlo o encauzarlo.

Accionó el interrputor, pero el suministro de luz aún no había sido reactivado, pese a que las nuevas autoridades hubieran anunciado que se trataba de una prioridad. Este detalle, sin embargo, no le importó. Lo que realmente le conmovió fue encontrarse, después de tanto tiempo, en el interior del salón y descubrir que todo continuaba en su sitio, que nadie, durante el estado de suspensión, lo había profanado, ni las autoridades provisionales ni aquéllos grupos de saqueadores que aprovechan la menor conmoción para reavivar su salvajismo. Allí continuaban sus trofeos, las fotografías de familia, el reloj, cuyo péndulo, quieto, suspendido en el aire, marcaba la hora precisa en que abandonó la casa instado por un remolino de fuerzas violentas. Pensaba ponerlo a funcionar en cuanto se hubiese instalado. Esa sería su primera labor, hacer circular el tiempo por toda la casa. Abrir las ventanas, ventilar ese ambiente viciado. Que la vida corriera de nuevo, que siguiera su curso normal.

Después del salón fue a la cocina. Allí los recuerdos eran más vivos aún. Se vio a sí mismo sentado a un lado de la mesa, y al otro, a su esposa, cenando un plato de pasta y discutiendo enfáticamente sobre la naturaleza de las cosas, sobre la esencia profunda de los fenómenos, sobre la vida y la muerte, sobre el sentido de la realidad, siempre con una cita de su filósofo favorito. Ella combinaba una inteligencia despierta con una desbordante imaginación.

Sentía en la piel el calor de la estufa, la saciedad de una abundanete cena, la somnolencia que provocaba el buen vino... Cruzó la cocina hasta el jardincillo trasero, desde el cual, al alzar la vista, podía verse la muralla del castillo medieval que se levantaba en lo alto de un monte frondoso. Unos potentes focos recorrían el perímetro del muro de aquélla ruina rehabilitada tiempo atrás para los turistas. A veces, después de cenar, continuaban con su conversación en ese jardincillo, precisamente observando el castillo mientras fumaban tranquilamente un cigarro.

Subió las escaleras pesadamente -sus piernas ya no eran las del enérgico cazador- y cruzó como un relámpago el estrecho pasillo hasta el dormitorio. Allí cuidó a su esposa los últimos días de su vida, antes de morir de una terrible y dolorosa enfermedad. Pero esa cama también le traía recuerdos gratos. Sobre esas sábanas, con el cabezal de forja y latón como mudo testigo, se había desarrollado intensivamente una vida, con lo bueno y con lo malo, con sus luces y sus sombras, siempre empujada por oscuros procesos. La calidez de su cuerpo dormido, su respiración pausada, el tacto de un brazo sobre su hombro... Cada rincón de la casa albergaba una vivencia. Allí estaba todo, como un tesoro bien custodiado por el recuerdo de D. Ignacio.

Se internó en el despacho. Continuaba igual. Los tratados de filosofía, las novelas, las escopetas de caza. Aquélla fotografía de él en el barco sosteniendo un gran pez... La otra foto, la de su esposa, la placa con su nombre en el marco: María; y dos fechas entre las cuales vivió, rescatándola de la indiferencia del tiempo.

Abrió el cajón de la mesa, sacó papel y bolígrafo, encendió una pequeña vela para que guiara su vista gastada, y comenzó a escribir sus pensamientos. En ellos se embarcó durante algunas semanas, a cuyo término, sobre la mesa apareció una obrita literaria, quizá terminada, quizá no.

En ella se hallaba el falseamiento más descarado de la realidad, construido a fuerza de símbolos tales como una fortaleza, un muro con identidad propia que cercaba la esperanza y representaba el límite del pensamiento ciego y aún esperanzado, una emisión enigmática, deambuladores atrapados por el absurdo y resistiéndose a perecer, ciudades abatidas en puro estado de suspensión, encapuchados, y por supuesto aventuras de tipo novelesco que no tenían otra finalidad que hallar un hilo argumental para el despligue de todas las ideas.

Todo en la obra era falso y, no obstante, no constituía sino el empeño personal por penetrar la realidad objetiva de las cosas e instalarse un paso más allá de la misma, en la esencia de un suceso, un afán incansable para comprender a fondo los acontecimientos que se habían desarrollado recientemente en la ciudad en llamas, y por supuesto ubicar la muerte de María, darle una paradójica significación.

¿Estaba terminada la obra? Quizá -meditaba lleno de dudas- debía arrojar más luz sobre esos elementos estrictamente simbólicos que, pese a falsear, no suponían sino la cima de su penetración intelectual. Quizá debía incorporar una reflexión final de todo cuanto ahora sucedía en la calle, de la cual, a través de la ventana abierta, aun llegaba el ruido de camiones y los vítores de los supervivientes y la grandeza de la afirmación. Así que se sentó y escribió las últimas líneas:


“El muro ha desaparecido. También la fortaleza, y poco a poco las cosas han regresado a su cauce habitual. En la calle aclaman los supervivientes, que se creen al fin liberados de toda carga terrenal, como si hubieran logrado desafiar a todas las fuerzas de la naturaleza en su conjunto y de una sola vez para instalarse en la tierra prometida que ha llegado a este páramo de cadáveres y fantasmas. Y tal y como pronosticó Alejandro, la perfecta construcción, saturada, ha caído para dar paso a una alegre renovación en apariencia sólida. Sin embargo no puedo participar de esta alegría en la reconstrucción, pues mis ojos están mucho más allá de lo momentáneo y se adelantan en el tiempo y se enfrentan, primero al absurdo, a la nada, y luego a las realidades que nos gobiernan con puño de hierro. No les reprocho esta confusión, pues la esperanza forma parte de la vida y es aquella facultad natural con la que el ser humano también afronta la existencia y ejerce su presión sobre las demás cosas e intenta, en vano, afirmarse sobre ellas. Y me consta que su lucha llena de esperanza es perfectamente legítima, pues de lo contrario las cosas se impondrían sobre el ser humano, afirmándose de manera brutal e instantánea. Gracias a la esperanza robamos unos minutos al destino y nos sostenemos un poco más en la existencia, como si nos proporcionáramos a nosotros mismos una prórroga.

Alejandro Boj era un hombre sabio que encaró la muerte con tranquilidad, y quizá incluso con un poco de curiosidad morbosa. Me enseñó que en los instantes de suspensión, cuando un nuevo sentido está por llegar y el antiguo sistema ha sido devorado en una guerra cuya naturaleza le impide prolongarse eternamente en la forma descarnada, nada tiene significado, pues el seguro mundo de los hombres ha sido destruido. También me enseñó que la justicia ideal no existe, y si acaso la única justicia ideal entre las personas es la que el azar mismo produce ejecutando casualmente venganzas inesperadas que no pueden ser llamadas sino de la siguiente manera: ironías del destino. Con ellas debemos conformarnos. Quizá los que le mataron ahora yazcan ahorcados por sus atroces delitos, una vez que ha finalizado la confusión de la guerra. Sólo este azar puede tranquilizarnos, pues esta clase de justicia perfecta, incondicional, verdaderamente ciega, sólo puede llevarla adelante la inocencia incorruptible e imparcial del destino en el que estamos inmersos y del cual participamos.

En lo que respecta a los hombres, ahora creen, de manera ingenua, que van a implantar la justicia ideal, la cual emanará de los juzgados más respetables. No se dan cuenta de que la justicia humana posee un punto de vista determinado, y no es sino el de los vencedores, los cuales al fundar su sociedad nueva e ideal no hacen sino perpetuar esa victoria -efímera afirmación de sus fuerzas puras y desnudas- por tiempo indefinido, haciendo que esa victoria imposible en estado de caos absoluto resuene ahora en todas las formas de ordenamientos, en los objetos, en las palabras, en la estructura interna de los pensamientos, en los ritos, en los monumentos, en el arte, en la ciencia, en la ley misma. Si gana la lógica, descubriremos un pensar lógico como causa de cada contenido mental. Si gana la fe, hallaremos a Dios en su lugar. Y ambas cosas son reales y a la vez una ilusión.

Lo que era puro conflicto cercado por un límite infranqueable del cual no había salida posible -pues no remite sino a la máquina imparable que también en este segundo nos empuja- es ahora un simple litigio judicial en el que unas fuerzas enmudecen a otras. Ya hay salida de la ciudad. Ha desaparecido el muro y podemos refugiarnos en las aguas seguras, en los remansos tranquilos de nuestra habilidad natural y forzosa para suministrarnos narcóticos y sedantes e instalarnos en la ilusión.

Muchas cosas serán respetables a partir de ahora, pero nada es sagrado en el mundo que edifican las personas, pues está predestinado a desaparecer azotado por las fuerzas impetuosas de la vida desarrollándose intensivamente, sin descansar un minuto ni darnos tregua.

Nadie puede detener el tiempo, ya que éste es sólo la apreciación sensitiva de ese movimiento perpetuo al que nos someten dos bestias en pugna, ambas hambrientas y jugosas a la vez, siempre en igualdad de condiciones -aunque a veces la una se imponga un tiempo a la otra-, pues son al unísono presa y depredador la una para la otra.

Esta nueva y alegre sociedad que comienza ante mis ojos tiene ya los días contados. No es justa, sino la afirmación de una bestia sobre otra bestia, la reproducción espacio temporal de esa victoria imposible de sostenerse en estado de caos, de modo que yo, desde mi ventana, puedo atravesar con mis ojos el universo compacto, con sentido, para averiguar las fisuras a partir de las cuales emerge una vegetación indomable y productiva. ¿Cómo va a durar eternamente esta sociedad si sólo hace normativizar, posibilitar, llevar a ser, este estado de guerra y suspensión de toda norma que Alejandro no logró sobrevivir?

Puedo comprender ahora perfectamente el estado de expectación en que se hallaban los deambuladores. La fuerza oscura les obligaba a vivir, aun sin motivo para ello, y en sus ojos gravada la expectativa de un nuevo mundo lleno de sentido que forzosamente había de aparecer. Pero ya se están reproduciendo los bandos frente a mis ojos. En sus albores, ya surgen naturalmente las fuerzas enemigas capaces de minar el sistema hasta conducirlo a un nuevo desvanecimiento, momento en el cual los hombres del futuro experimentarán la nada, el caos, ese reverso productor del nuevo cosmos.

Quizá nuestra culpa estriba en ser arrastrados por ese movimiento inocente. Pero ningún hombre es realmente culpable de nada. Nadie es responsable de sus deseos e inclinaciones, ni de sus palabras, pues sólo ese fondo inocente anima todo movimiento y nos empuja sin que podamos detener el reloj ni un sólo segundo. No podemos señalar con el dedo, pues todos intentamos domesticar, cada cual a su modo, ese tigre a cuyo lomo cabalgamos. Ese es el máximo deseo de las personas, detener el tiempo, ser libres de la naturaleza abismal. Pero los hombres están condenados a otro tipo de libertad que los convierte en esclavos. Si pudieran ver a través de mis ojos descubrirían hasta qué punto extremo son libres. Este es el reverso de lo que hay, y se trata de una libertad tan pura -encarnada en la herida de Alejandro-, tan inocente, tan sin límite, que aterra a la mayoría.

En cuanto a mí, sobreviví. Siento la tentación de hundirme en el anhelo de los viejos prejuicios y hablar desde la subjetividad. Entonces diría que el destino me tenía reservada la supervivencia para que enseñe a los hombres del mañana a domesticar lo indomesticable. Pero mi pensamiento rehuye estas inclinaciones naturales y me sitúa frente a la única verdad de las cosas. Esa noche, en el parque, pude morir y no lo hice. Todo ello queda al margen de mi voluntad. El destino, que es azar, quiso que mis pulmones expulsaran el agua y el cuerpo continuara adelante, siempre ciego. Acontecimientos invisibles, procesos que no nos está dado conocer, se confabularon sin seguir un plan -pues no hay finalidad humana que se haga valer- para, en su confluencia, levantar mi cuerpo del agua. ¿Para qué? Es aquí donde la vida pierde el significado arbitrario que los hombres, según la época, le atribuyen.

No hay ningún plan más allá de la mera perpetuidad del caosmos"





Fin. En Granada el 17 de Enero del 2008.

Capítulo Primero

I



Se refugió en casa.

Apuntaló la puerta, colocando una silla bajo el pomo para dejarla bien atrancada, corrió la fila de cerrojos que descendían hasta casi llegar al suelo, y por último se aseguró de que nadie pudiera atravesar la barrera, forcejando ella misma con el pomo en repetidas ocasiones.

Intentó apagar el televisor -en vano, como otras veces había comprobado-, que por algún extraño mecanismo, incluso no habiendo corriente eléctrica, se encendía con absoluta libertad e independencia. “Quizá –pensó- ahora las ondas viajan junto a códigos inteligentes que manipulan los mecanismos eléctricos para que obedezcan las órdenes de lo que acaso es un inmenso cerebro instalado en una antena gigante o un repetidor, en el monte”.

Aquel monte. Lo recordó de pronto. Aquel monte precioso por cuya ladera descendía la densa vegetación, ahora convertido en sede de un hipotético cerebro. Una impresionante arquitectura de hormigón, austera, monolítica, visible desde todos los ángulos de la ciudad.

Después de volver a comprobar la seguridad, fue a la cocina. Ya estaba más tranquila, así que abrió los armarios repletos de latas de conserva, paquetes de azúcar, garrafas de agua mineral, leche, pan empaquetado, aceite y, en general, todo lo considerado imprescindible para pasar una larga temporada de encierro. Volvió a realizar el inventario ¡Quién sabe! Quizá estuviera allí para siempre.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que detectó las primeras anomalías? Imposible saberlo. Lo primero en caer fueron las conexiones en Internet. La única página Web disponible mostraba un círculo rojo sobre fondo negro. Eso era todo. Un final de emisión, de mensajes, de comunicación. Siguió el televisor, en un orden que quizá atendía más bien a cuestiones técnicas.

Transcurrió más tiempo hasta que la radio cayó en las redes de la nueva y omnipresente emisión, pero hasta ese momento escuchaba las noticias al llegar de la calle, cada vez más extrañada por lo que quizá fuera una infección a nivel universal. Voces de desconocidos hacían sus conjeturas en torno a tan inaudito suceso. No se trataba de expertos. Eso forzaba a las más disparatadas tesis, pues no hay nada más rocambolesco que gente discutiendo acerca de lo que desconoce. Una de aquéllas voces lanzó una teoría genial y cuando menos muy imaginativa. Decía que tal vez -siempre tal vez- no se tratara de algo infeccioso, sino de una inaudita evolución del género humano hacia formas distintas. Decía que los genes, de pronto, al contacto con algún agente bacteriológico, una sustancia química o un virus, habían mutado haciendo que la humanidad entrara en semejante estado.

Otra voz decía que eso venía sucediendo de mucho tiempo atrás, pero las autoridades habían hecho caso omiso. O quizá, apuntó, fueron las autoridades competentes en su totalidad -no sólo los científicos-, las primeras en ser infectadas o mutadas.

Aquello tenía sentido. A partir de ahí María comenzó a atar cabos. Cierto que algunos comportamientos, ya de tiempo atrás, sobre todo los de personas que aparecían por televisión, eran muy extraños. Pero hizo como todos, no darle importancia. “En realidad la gente -pensaba ahora- sólo le da importancia a lo que a través de los medios aparece como importante, así que si fueron ellos, los aparecidos, los primeros en caer... ¿cómo averiguarlo?” Era como un gran engaño por culpa del cual habían mantenido a toda la población absolutamente ajena al problema hasta que fue demasiado tarde y apareció esa superestructura en el monte, en lo alto de la colina, con sus subestructuras interconectadas por gruesos cables y tubos grises descendiendo por la superficie donde una vez estuvieron plantados los árboles.

Esa radio, única voz de los movimientos exteriores, estaba ahora apagada. Las voces fueron disminuyendo, y a éstas les siguieron los gritos. Ese era el único sonido ahora, gritos estridentes, insoportables, como de torturados. En la televisión e Internet sucedía otro tanto. Fondo negro y un punto rojo cuya curvatura rozaba casi los lados del cuadrado, y sólo el sonido de los gritos.

¿De dónde provenían? El terror hacía que su imaginación se disparara. No todos los gritos eran iguales. La primera vez que la emisión se cortó para ser sustituida por el punto rojo, se quedó un rato escuchando el ruido, perpleja. Entre el espesor de los lamentos se escuchaban voces en un idioma que le era totalmente desconocido. Ni siquiera parecía humano. Voces que también se alzaban, pero éstas autoritarias, como si estuvieran repartiendo órdenes o exigiendo algo. ¿Serían ellos los castigadores? Otras veces eran apenas audibles por la intensidad de los quejidos o desparecían por completo, pero tal cosa no excluía la posibilidad de que siguieran ahí.

Quiso seguir investigándolas, pero cuando alertaron por radio -aún funcionaban algunas emisoras locales- de que aquello era una infección peligrosa y la relacionaron además con la superestructura -cuya forma piramidal la envolvía en un halo sublime, de potencia cosmológica-, se atemorizó y no pudo seguir escuchando las emisiones. Y digo esto porque tenía la impresión de que el punto era como una enorme garganta. No un punto plano y superpuesto al fondo, sino un agujero a través del cual se escuchaba lo que sucedía detrás de un abismo. Una boca. Un estómago. Un ojo. ¿Quién sabe lo que eso representaba? Virus, mutaciones genéticas, ausencia de autoridad visible, el punto rojo, estructura, torturas, lamentos...

En realidad nada encajaba. Ni siquiera las voces de la radio antes de apagarse pudieron conferir a todos los datos una mínima coherencia. Y ahora que se habían extinguido por completo ya no había más información circulando a través de las ondas, ni la cosa se desarrollaba de manera diferente.

En la calle, personas extrañas que producían auténtico pavor. Sus miradas penetraban en lo más profundo del alma y encogían el corazón, de manera que había decidido no salir de su pequeña fortaleza hasta que las provisiones comenzaran a escasear. Ese día había sido el último. Sólo fue a proveerse de más agua potable -las cañerías estaban secas- y gas -que cogió en una gasolinera abandonada.

Algo extraordinario sucedía. Ausencia de conocidos. ¿Dónde se habían metido todos? Las líneas telefónicas cortadas. Sin electricidad. Y ese maldito televisor, así como la pantalla del ordenador y a veces incluso la radio, se encendían de pronto a todo volumen y los gritos inundaban la casa invadiendo cada rincón. Y ese punto rojo era tan luminoso que el salón comedor se teñía igualmente de rojo. Tenía miedo a ser algún día otro más de esos gritos. De que quienquiera que fueran aquellos señores autoritarios la torturaran a ella también, si es que era eso lo que hacían en la grandiosa superestructura que presidía la ciudad desde la montaña. Todo estaba relacionado sin duda, pero... ¿cómo se encajaban las piezas? ¿Eran estos datos suficientes?

Y la larga espera. Se había acostumbrado a seguir el curso de los acontecimientos a través de cualquiera de los tres medios ahora inservibles. Una noticia tenía su estructura: principio o causas, presentación de los personajes, contextualización, desarrollo, consecuencias y final. Todas las historias hasta ese día habían tenido ese final a veces feliz, otras trágico, y las más un final dado por sentado por la misma ausencia de la noticia. Fin del desarrollo. Pero... ¿y ahora? A la pregunta por el significado de lo que estaba sucediendo se añadía otra: lo que quiera que fuera el suceso... ¿cómo se desarrollaba? Si era realmente peligroso -y tenía todos los visos- ¿cuál era la señal que indicaba un aumento de peligro o el final del mismo?

Nada.

Nunca había experimentado tanta indefensión.

Nunca antes se había sentido tan inútil. Ya no había historias ni finales felices ni desarrollo. Era como si el tiempo se hubiera congelado o puesto en suspenso.

Los relojes no funcionaban. Se guiaba por la luz del sol y su propio estómago. Los objetos alrededor suyo, incluido su cuerpo, iban imponiendo su propio tiempo en el ritmo de las necesidades. Y transcurrían los días sin recibir noticia alguna. En los momentos de máxima incertidumbre llegaba a preguntarse si sería aquel el tan presagiado fin de la civilización.

¿Habían sido invadidos por algún país enemigo de la noche a la mañana? Quizá la fortaleza era el cuartel de una autoridad extranjera. Eso explicaba las torturas. Pero... ¿y los militares? ¿Y los tanques y las bombas? ¿Y las noticias de guerra? A lo mejor habían decidido cortar todas las comunicaciones. Pero... ¿por qué ese extraño comportamiento de las personas que aún deambulaban por la calle?

Primero el tiempo pasó lentamente. Luego sucedió lo peor. Se dio cuenta de que el tiempo, el de todos, había dejado de pasar. Eso era muy angustioso.

La tesis de la invasión militar no explicaba el inaudito comportamiento de los que María había bautizado con el nombre de “deambuladores”. Tal nombre era fruto de lo que le inspiraban.

Los deambuladores no parecían hacer nada significativo. Iban, venían... algunos con más celeridad, otros lentamente, como paseando. En sus trazas existía algo absurdo, como si hubieran perdido realidad, sentido, como si en vez de personas fueran sus fantasmas.

Entraban en un piso, cerraban la puerta tras de sí y acto seguido la abrían, salían de nuevo a la calle y retomaban por donde habían venido. Los supermercados estaban vacíos de comida y sin electricidad, pero ello no impedía la presencia de empleadas situadas enfrente de una caja registradora apagada y sin dinero, esperando un cliente. Cuando llegaba la noche estos empleados, en silencio, abandonaban el lugar de trabajo y al día siguiente aparecían puntuales en él, completando el ciclo.

¿Por qué? “Quizá -pensó- han perdido la capacidad de autodominio, de juicio, y convertidos en una especie de máquinas insensibles repiten los movimientos más significativos o insistentes en sus vidas como un acto reflejo, un instinto sin causa inmediata. Espectros de lo que fueron”.

Sentía la necesidad de preguntar, pero no hallaba valor suficiente. La última vez que entró a un supermercado aún pudo proveerse de los últimos botes de conservas que descansaban, ordenados, intactos, en la estantería. Le preguntó a la cajera si tenía que pagarlos y ésta le contestó con un movimiento afirmativo. Pasó los productos por el lector de códigos, pulsó los botones y señaló la cifra que supuestamente debía aparecer en pantalla. Pero... ¿qué cifra? La cinta no corría. El sensor estaba fuera de servicio. No habían números, sólo un fondo negro. La mujer sufría un trance similar a la hipnosis.

El ritual asustó a María. Con el fin de evitar enfrentamientos hizo el gesto de darle dinero sustituyéndolo por un papel blanco, y la cajera le sonrió después de pasarlo por la máquina que verificaba la autenticidad del billete, también fuera de servicio, lo guardó en la caja y dijo: siguiente.

¿Siguiente? María se quedó mirando a los ojos de la cajera y lo que vio no fue exactamente ausencia total de espíritu. Había espíritu, pero deformado. Quizá fuera la sugestión -¿cómo saberlo, si aquella pobre mujer en realidad no le hizo nada malo?- pero en el negro de las pupilas había algo amenazador, un abismo. Como el maldito punto rojo.








Capítulo Segundo




II




Después de casi un mes de encierro decidió que debía saber qué estaba sucediendo realmente. ¿Qué fue de Alejandro Boj, compañero de trabajo y única persona de su confianza?

Cuando todo el mundo comenzó a comportarse de forma extraña en la oficina -ya sin luz y frente a ordenadores en los que seguían tecleando a pesar de que en sus pantallas sólo hubiese un enorme punto rojo- Alejandro fue el único que continuó mostrando ser una persona “normal”. Hablaron sobre ello. Él también estaba profundamente preocupado. Decía que su novia Marta, así como su familia, estaba aquejada de la misma dolencia. Y también había escuchado voces de alarma en la radio.

María decidió un día no volver más a esa oficina, pues le producía auténtico pánico permanecer encerrada entre compañeros modificados por la infección. Por tal motivo perdió el contacto con este chico. Por otra parte, él no había intentado contactar con ella, pero tal vez continuaba sano y permanecía parapetado en su casa, atenazado por el miedo e incapaz de poner un pie en la calle.

Todo ello era algo que debía saber con certeza. Además comenzaba a hacerse imprescindible sentir una presencia realmente humana. En su seguro encierro, casi había olvidado cómo era el sonido de su propia voz. De tanto en tanto hablaba en alto consigo misma frente al espejo sólo para sentir un poco de compañía y ejercitar las cuerdas vocales.

Armándose de valor tomó la decisión de salir a la calle, atizada por la hipótesis de una remisión. Pero enseguida descubrió que la ciudad continuaba sumergida en una absoluta ausencia de normalidad. No había electricidad. Los conductores permanecían al volante de sus coches a pesar de que hubiesen agotado la gasolina. Al final de la calle había un guardia dirigiendo... ¿qué tráfico? Y al fijarse más detenidamente descubrió que los peatones continuaban con sus viajes absurdos. Eran, en su jerga única y privada, deambuladores. Al principio fue sobrecogida por el pánico, pues se sintió rodeada por una amenaza silenciosa y letal, pero haciendo acopio de valentía empezó a caminar entre ellos.

Nada le hacían. Ni siquiera le dirigían la mirada. Sus pupilas, negras y profundas. Mirarlas era asomarse al borde de un precipicio sin fondo. En realidad había vida allí. Los rostros eran igualmente expresivos. Pero seguían siendo absurdos, irreales, como si les hubieran extirpado el fundamento, como si caminaran ingrávidos, movidos por una sutil brisa imperceptible.

Continuó la travesía. Dobló la esquina de su calle y se adentró más en la ciudad. Algunas zonas estaban desiertas. Estas, aun en ausencia de deambuladores, le producían más terror, de modo que aceleraba el paso. Pero esto no solucionaba nada, pues enseguida se veía rodeada por todos ellos. El nerviosismo fue poseyéndola. Finalmente echó a correr, mas al cabo de unos minutos le faltó el aire y se detuvo resollando.

¿Qué ocurría? Era desquiciante. La ciudad estaba muerta literalmente y ellos continuaban ahí. Ya absolutamente enajenada fue hacia un chico joven, quieto en la parada del autobús que nunca llegaría, y le gritó a la cara. Este se giró hacia ella con un ademán brusco y la miró fijamente. Una mirada como la de aquélla cajera, como la de sus compañeros de trabajo. Se quedó helada. Su cuerpo, petrificado por el influjo de esas pupilas. ¿Poder? ¿Sugestión? ¿Cómo saberlo? Se alejó unos pasos del joven sin perderlo de vista, pues temía una reacción violenta. Pero éste permaneció inmóvil. Sólo giró de nuevo la cabeza, vista al frente, como esperando ese autobús.

Silencio.

Un silencio atronador en las calles. Sólo se escuchaba el crujido de los pies contra el suelo. Pasos de nadie. Por fin se giró y continuó su camino alejándose progresivamente del chico. De tanto en tanto volvía la vista atrás para comprobar que no la seguía. Y en efecto continuaba allí, estoico.

Otra cuestión la asaltó. Si los supermercados estaban totalmente vacíos, siendo casi imposible encontrar comida... ¿de qué se alimentaban? ¿También reunían reservas en sus casas? Esa era una tesis improbable, pues ellos habían hecho suya la calle y por tanto no existía motivo alguno para almacenar provisiones. Ellos no se escondían de nada. ¿Habría más gente parapetada en los edificios, como ella, asustados ante el inaudito fenómeno? Pero no se atrevía a llamar a los timbres, a estar a solas, frente a frente, con un deambulador en un apagado rellano, a pesar de que todos los indicios apuntaban a una naturaleza inofensiva.

Algo espeluznante le ocurrió al pasar frente a una pajarería. A pesar de la falta de luz en el escaparate pudo ver en su interior a la dependienta, una chica delgada y alta de pelo rubio y aspecto demacrado. Llevaba en la mano una bolsa de pienso. Se acercó a una de las jaulas de cristal, la abrió y sacó un puñado de pienso que dejó caer sobre el cadáver de un cachorro de perro. Éste era apenas visible dado que lo cubría una montaña de bolitas marrones. Miró las otras jaulas. Todos los animales estaban muertos -algunos ya habían empezado a descomponerse- pero ella seguía alimentándolos mecánicamente. Por horrible que fuera la escena la curiosidad pudo más, por lo que aún se quedó unos minutos frente al escaparate. La dependienta cerró la jaula y se dirigió a una esquina de la tienda. Allí colocó una garrafa debajo de un grifo, lo abrió y así estuvo el tiempo que supuestamente tardaba en llenarse la garrafa. Supuestamente, porque nada caía en ella. Cerró el grifo, volvió a las jaulas he hizo el gesto de llenar los bebederos. Estos no sólo estaban vacíos, sino secos. Así habían ido muriendo poco a poco todos animales, deshidratados. Y Maria estaba segura de que cuando se acabara el pienso de las bolsas la dependienta continuaría introduciendo su mano en ellas y sacando puñados imaginarios. Entretanto insistiría con la terquedad de un deambulador en enterrar los cadáveres en su propio alimento.

La dependienta se alejó otra vez del escaparate, cogió una escoba y salió a la calle. Barrió el portal, tarea que probablemente llevaba a cabo todos los días, pues ciertamente ese trozo estaba impoluto. Al tener la puerta abierta el hedor que despedían los animales muertos se extendió hasta la posición de María. Llegó incluso a marearse debido a la insoportable pestilencia. Se alejó rápida de allí mientras que la dependienta continuaba barriendo el portal, como si nada.

En otra calle la asaltó el mismo hedor a carne en estado de putrefacción. Esta vez se trataba de una gigantesca carnicería. A través del escaparate presenció otra escena insólita. Al carnicero aún le quedaba mercancía. Poca, pero la suficiente como para atraer enjambres de moscas que pululaban alrededor buscando su ración y servir de criadero a millones de gusanos que se retorcían sobre la superficie rojiza. Una viejecita entró en la tienda y cogió un ticket, pese a que era la única clienta. Miraba la pantalla digital apagada esperando que apareciera su número, y después de varios minutos en esa posición levantó el brazo y dijo: “me toca”. Los movimientos se llevaban adelante con precisión maquinal. Pidió, y el carnicero, con ademán profesional, hundió ambas manos en uno de aquéllos trozos de carne, lo colocó encima de la madera, lo troceó e hizo el gesto de envolverlo en papel, cosa imposible porque había gastado sus provisiones. Así que tal cual estaba la carne la depositó en las manos de la viejecita, quien acto seguido la introdujo en su carro de la compra. Salió satisfecha y se perdió entre los demás peatones.

¿Realmente pensaba comerse esa carne? Quizá no, se dijo María. Visto lo visto lo más probable es que llegara a su destino, diera media vuelta y repitiera la absurda operación. Quizá lo que faltaba en la carnicería lo portaba ella en el abultado carro.

Al lado de este establecimiento una frutería. Las pocas piezas de fruta se pudrían en las cajas. Y al final de la calle, alzando la vista, podía verse la superestructura en la montaña, en el pico más alto, con sus empinadas antenas arañado un cielo nublado que barruntaba lluvia.
Seguro que todo se estaba cociendo allí.

¿Cómo había podido aparecer semejante construcción de la noche a la mañana? Quizá no fue así. ¿Cuántas veces no se había encontrado, de pronto, con un edificio de reciente construcción donde sólo recordaba un solar lleno de escombros, o peor aún, uno de esos viejos edificios medio derruido, abandonado? “En las ciudades -pensaba- siempre sucede de la misma manera”. Igual que la infección o mutación de los habitantes. Quizá la epidemia venía de atrás, gestándose paulatinamente, primero uno, luego diez, después cien y al cabo de un mes, miles, pero... ¿quién se fija en estas cosas? Ella era la primera que igual al resto del mundo caminaba por la calle pensando en sus quehaceres, sin mirar a nadie directamente a los ojos. Entraba en los establecimientos esperando sólo el trato frío entre ella y los empleados, con el dinero y la máquina de códigos como único mediador. Quizá incluso en la oficina llevaba tiempo sucediendo y ni se percató de ello.
El punto rojo en todos los aparatos eléctricos fue la señal definitiva, y esos gritos horribles. Para entonces ella había advertido muchas anomalías. Maria y Alejandro ya intercambiaban secretas opiniones al respecto, pero todavía no habían tenido la profunda conversación en la que se revelaron mutuamente sus temores. Eso fue cuando en las pantallas de ordenador apareció el punto rojo, la oficina se bañó de esa luz semejante a la del infierno y los gritos se instalaron como sonido permanente además del frenético aporrear de teclas. El suministro de luz se cortó antes que el de agua. Pero este llegó poco después. Un día estuvo clarísimo que sucedía algo extraordinario. Entonces en una de las últimas emisiones de la radio destacaron la súbita presencia de la superestructura. Fue cuando ella se asomó a la ventana y la descubrió presidiendo la ciudad.

Ahora recordaba una de las voces que dijo haberse aproximado hasta el lugar para investigar, pero aunque la rodeó completamente no halló acceso alguno a su interior, sólo un altísimo muro de hormigón -dijo que de unos ocho metros de altura- en el que tampoco había cámaras de vigilancia instaladas. Y remarcó: ¡No habían puertas! Una especie de desnudo y frío hormigón solamente, una estructura de la que despuntaban torres sin ventanas. No vio actividad alrededor del muro cuyo perímetro tardó varias horas en recorrer.

Nunca nadie sobre el muro, patrullando, ni en lo que tal vez fueran las terrazas de las que emergían las poderosas antenas. Ni técnicos ni militares. Nadie. ¿Cómo entraban y salían? La voz propuso la idea de los túneles. También dijo haberse recorrido medio monte buscando posibles salidas ocultas, algún indicio que corroborara la teoría más segura. Pero nada. Sin embargo -pensaba María- debían de ser túneles, pues tampoco había visto helicópteros posados sobre las terrazas. Estos debían de recorrer cientos de kilómetros por el subsuelo, por lo que los accesos a la superestructura quedarían muy retirados de la montaña o incluso de la ciudad.

Tal vez la fabricación llevó meses y cientos de máquinas estuvieron talando árboles y plantando hormigón delante de los ojos generalmente ausentes de los ocupados ciudadanos. Quizá lo sabían todos y hasta se había publicado en los periódicos... ¿o no? Mas lo cierto es que María no escuchó nada al respecto ni se asomó a la ventana para corroborar que la sierra continuaba ahí -cómo pensar que alguna vez no estaría-, intacta, con su superficie arbolada como la velluda epidermis de la tierra y en invierno sus copas de nieve reflejando los rayos de sol, refulgiendo.

Lo más increíble es que todo eso hubiera estado desarrollándose frente a la mirada distraída de miles de personas. Y otra vez la pregunta... ¿quién estaba detrás?

La ciudad. La gente. Todo sucede siempre igual. Las cosas cambian, mutan. Los edificios, las plazas, barriadas completas. A veces se habla de ello. Otras no. Y todo el mundo lo sabe cuando ya ha sucedido. Existe como una especie de mano invisible que lo va cambiando todo de lugar, con disimulo, celeridad y sin pausas hasta transformar el entorno, haciéndolo irreconocible. Sólo cuando dicho entorno ha mutado de manera total cae uno en la cuenta.

Con respecto al suceso se negaba a pensar que fuera una mano invisible, un virus, una bacteria o una súbita mutación humana. Alguien estaba detrás y controlaba el proceso de cambio desde la superestructura de hormigón. Esos lamentos tras el fondo negro emitidos desde el punto rojo eran el origen, y su audición había hecho enloquecer al personal. Ahí debía de estar la raíz. Gritos y luces. Algún efecto hipnótico. Para tal propósito eran vitales las antenas de la estructura. Esa explicación tenía sentido. Además, para asegurarse el efecto habían logrado mediante avanzadísimas tecnologías que los aparatos se encendiesen solos. ¿Cómo no iban a conseguirlo?

María, pese a la natural curiosidad, no soportaba los gritos, pero seguro que los demás se quedaron horas y horas frente al punto rojo intentando descifrar su significado o tal vez absortos, y fue entonces cuando cayeron presas de sus estrategias y artimañas. Igual en la pantalla del ordenador. Y la radio, cuando cesaron las voces amigas también se colapsaron de esos gritos. No importaba hacia dónde girara el dial. Lamentos hipnóticos de los que ella se había protegido sin saberlo.

Y aquélla mole era el centro neurálgico de todo. Pero... ¿para qué? ¿Para robar la energía? Esa era una hipótesis poco probable. Nadie se hizo con los alimentos. Fueron gastándose o pudriéndose. Si nada funcionaba era porque nadie lo estaba haciendo funcionar. ¿Y qué sacaban provechoso de la gente? ¿Qué conseguían habiéndola convertido en deambuladores, en objetos sin sentido alguno? Estaba segura de que le faltaban muchos detalles, muchas piezas del rompecabezas. Y seguro que la respuesta era sencilla y lógica. Pero... ¿qué?

El sol se ocultaba detrás del horizonte de edificios y la casa de Alejandro estaba lejos, al otro lado de la ciudad. Aunque había comprobado hasta qué punto eran inofensivos los deambuladores -quizá estas personas eran más inocuas que en circunstancias normales-, la idea de la oscuridad la llenó de nerviosismo, así que aceleró el paso.

Pensó que no quería seguir observando el perturbador comportamiento de la gente. Sin embargo le resultaba imposible no analizarlos. Deseaba ponerle palabras a ese halo misterioso que los envolvía. Un hombre de mediana edad caminaba hacia ella. La acera era tan ancha que al cruzárselo -calculó a ojo- quedaría a una distancia de tres metros. Casi en contra de su instinto protector -ahora pesaba más el de la curiosidad- se acercó al centro de la acera para tenerlo más cerca al pasar junto a él. Ya su altura se le quedó mirando fijamente al rostro.

Ninguna cara es absolutamente inexpresiva y pudo comprobarlo. Ningunos ojos vivos e insertados en un cuerpo móvil dicen el vacío típico de los cadáveres. Los ojos muertos son bolitas brillantes que se confunden con, por ejemplo, un cojinete o una de esas canicas con las que antes jugaban los niños en el patio del colegio. Estos ojos estaban vivos y también el rostro. Además de ese absurdo ya intuido, de esa falta de realidad total, había un suplemento. Se acercó más todavía al siguiente transeúnte. Lo bueno es que ni reparaban en su presencia, pese a que ella se quedara mirándolos con descaro. Si uno solo le hubiera devuelto repentinamente el gesto sin duda se habría paralizado por el miedo. Pero tal cosa no ocurrió.

¿Qué era ese algo? Varias personas después lo supo: una suerte de incertidumbre sin objeto. Un deseo de algo. ¡Ya lo tenía! Era como si todos ellos permanecieran a la expectativa de una cosa. Pero no cosa concreta sino indefinida. ¿Se puede estar a la expectativa de algo que no se sabe qué es? Falta de realidad, de fundamento, y ciega expectativa, ambas cosas interrelacionadas.

Una vez que creyó haber conocido ambas el círculo pareció cerrarse, pero ahora eran inseparables. En un rostro una mueca no dice esto y otra aquello, sino que los detalles percibidos se unen en una faz desvelada. “Por eso -se dijo- parecen faltos de vida”. No es que de hecho lo estuvieran. Pero casi uno podía alzarse con el derecho de proclamar tal cosa si antes no se fijaban bien. Hacía falta un escrutinio tal y como el que María, superando el miedo, había llevado a término. Tampoco se podía decir que contuvieran vida en escasa proporción. No se trataba de ausencia, de cantidad ni de grados de intensidad vital. La sensación que en ella producían y la cual había logrado encuadrar en palabras nada tenía que ver con escalas o jerarquías. Más bien era como si estuvieran a punto de vivir.

Esa era una idea difícil de concebir y María comprendía por qué. No era ausencia ni tampoco vida plena. No era vida, pero sí lo era. Expectativa de vida. Quizá -continuó meditando- era cosa suya, sugestión. A fin de cuentas ella se veía a sí misma tal y como siempre, pues aún no había sido infectada. Era lógico -creyó- que los considerara un paso previo a ella. Pero en realidad ellos ya habían vivido normalmente. Acaso no era un paso previo a la vida, sino a la muerte.

Ese pensamiento le produjo escalofríos. Visto desde esa perspectiva se podría decir que lo que generalmente ha de suceder en un lapso de tiempo absolutamente ínfimo, indiscernible, ahora se estaba tomando una larga temporada. Lo que nunca es percibido por el hombre, por fin a la vista de una sola persona. Estaban mal nutridos. La ropa sucia. ¿No terminarían muriendo? Tal vez un suicidio masivo, silencioso, involuntario, inducido por imperceptibles emisiones lanzadas desde la fortaleza.

Ahora las probabilidades se amontonaban. La claridad de los primeros pensamientos se fue disipando dado a las mil direcciones que podían seguirse a partir del descubrimiento inicial: irrealidad y expectativa ciega. Y otro pensamiento más horrible: ¿Quién le aseguraba a ella no terminar infectada? Los días transcurrían y sentía vivo su cuerpo, pero... ¿cuánto duraría esa situación? De ser alguna especie de radiaciones hipnóticas -o alguna cosa física, tangible, biológica- transmitidas en el sonido de los gritos y la visión del punto rojo... ¿no resultaba absurdo parapetarse detrás de una puerta blindada? Las radiaciones viajan por el aire, igual que los virus. Ella no entendía ni de una cosa ni de la otra. Pero lo básico estaba en su haber, como el sedimento de una sabiduría popular forjada en imágenes del mundo.

Ante esta clase de infecciones nadie está realmente a salvo. Ellos, los deambuladores, parecían inofensivos, pero... ¿y lo que les convirtió en eso? Otra pregunta más inquietante: si había finalizado el proceso de infección -cosa que era imposible determinar-, ¿qué la mantuvo a salvo? ¿Suerte, genética, cuestión de ángulo y posición? ¿Un rayo que no la alcanzó porque pasó entre su cerebro y el mueble de la cocina, por ejemplo? Ella había escuchado los gritos, visto el punto rojo, bebido la misma agua, respirado el mismo aire, comido lo mismo... ¿por qué? Suerte -concluyó. No podía ser más que una simple cuestión de azar.
Las incógnitas se amontonaban. De pronto una hipótesis esperanzadora. Al segundo siguiente, pánico a ser sepultada en vida, infectada, perder la noción de sí, como esos pseudo zombis, esos sonámbulos caídos en desgracia.

Capítulo Tercero




III



Tocó el timbre y esperó. Al otro lado del interfono, nadie. No solamente necesitaba escuchar palabras humanas, sino compartir todas esas impresiones. Quizá -había llegado a pensar- Alejandro sabía algo, estaba en posesión de algún detalle que no había llegado a sus oídos, capaz de arrojar luz sobre todos los otros acontecimientos. Pero a medida que transcurrían los segundos e insistía en el timbre, fue perdiendo la esperanza. Por fin:

-¿Quién?

El corazón le dio tal vuelco que al principio ni atinó a hablar. Las palabras se le amontonaban en la boca como hacía un momento los pensamientos e hipótesis.

Ese “¿quién?” había sido pronunciado con rudeza, como por alguien que permanece a la defensiva. Buena señal.

-Soy María.

A continuación, un prolongado silencio al otro lado del interfono. Era lógico que Alejandro desconfiara de todos, así que insistió. Estaba tan llena de alegría que no pensaba dejar escapar esa oportunidad.

Escuchó los leves sonidos del auricular descolgándose amplificados por el altavoz, pero esta vez no hubo ninguna voz al otro lado.

-Soy María Montes Escudero, de la oficina. ¿No te acuerdas? Nos conocemos de la oficina -repetía- Busco a Alejandro Boj. Vamos, nos conocemos. De la oficina.

¿Qué más podía decir? Se le ocurrió al instante:

-Estoy sana si es lo que temes. Te lo juro, me encuentro perfectamente. Vamos, por favor, Alejandro. Soy María Montes Escudero, de la oficina. Abre por favor. Estoy sana. No estoy infectada. No tengas miedo.

Así estuvo un rato largo hasta que escuchó que colgaban el auricular, entonces desistió. La euforia dio paso a un estado de frustración tal que los ojos se le llenaron de lágrimas. No expresaban la inutilidad del camino recorrido ni el miedo que había sentido, sino la impotencia. Se había dicho que estaba sola, pero no lo había experimentado tan agudamente hasta ese momento. Ahora lo sabía con certeza. Esa pesadilla no acabaría nunca, y ya jamás habría contacto con un ser humano. Tendría que asumir esa insoportable soledad. Mas volvió a escuchar la voz:

-¿De verdad estás bien? ¿No estás infectada?

Se precipitó sobre el altavoz, colocando su boca muy pegada a las rejillas metálicas, como si unos centímetros de distancia fueran a tener la capacidad de tergiversar las palabras y dar al traste con aquélla oportunidad:

-Te lo juro, Alejandro, no estoy infectada.

Por fin, después del forcejeo verbal, lleno de silencios, desconfianza, esperanza y frustración, la enorme puerta metálica se abrió.

Alejandro vivía en el décimo piso -aunque ni mucho menos se trataba de uno de los edificios más altos de la ciudad- por lo que llegó exhausta, jadeando. Llamó al timbre y escuchó cómo corrían los cerrojos. Al otro lado de la puerta, envuelto en la penumbra, estaba Alejandro. Sostenía una pequeña vela casi consumida y en la mano derecha un pedazo de cañería de plomo. ¡Hasta ese punto desconfiaba! Su figura era fantasmal, así, situada en algún punto entre la luz y la oscuridad.

Cuando María quiso entrar todavía recibió la orden tajante de detenerse. Le acercó la vela al rostro y lo estudió con atención, después, alejó la vela y se quedó quieto unos segundos, dudando, durante los cuales María también estudió la triste estampa que ofrecía Alejandro. Su aspecto era demacrado. Siempre había estado delgado, pero en su rostro ahora se marcaban mucho más los huesos. Además era de facciones duras, por lo que la impresión que recibió María era la de estar frente a un cadáver. La tenue luz de la vela, flameante, remarcaba aún más estos rasgos. Tenía la nariz larga y el mentón afilado. Los pómulos, muy redondos, altos y sobresalientes, y su pelo moreno, en juego con el color natural de su piel -en realidad ahora estaba pálido-, enmarañado. Los ojos, asomando detrás de las gafas de montura negra y gruesos cristales, parecía que iba a salírsele de sus órbitas. Los tenía inyectados en sangre, sin duda debido a largas noches de insomnio.

Por fin le permitió entrar. María no puso ninguna objeción a los rigurosos controles, pues ella habría hecho exactamente lo mismo.

Fue detrás de él hasta el salón, guiándose por la débil luz de la vela a través del estrecho pasillo. Iba en bata y zapatillas. María observaba su espalda. Alejandro abultaba justo la mitad que antes. Incluso con la ropa puesta los huesos de la columna eran evidentes, así como la redondez de los omoplatos. Durante ese breve trayecto no intercambiaron palabras.

Ya en el salón Alejandro se disculpó:

-Siento todo esto, pero las circunstancias me obligan.

María le dio su comprensión con un leve movimiento de cabeza.

Durante el camino a casa de Alejandro se había formulado mentalmente mil preguntas que hacerle. Su necesidad de intercambiar palabras, de encontrarse con una persona no infectada, la había llenado de esperanza, a la vez que le angustiaba la posibilidad, muy amplia, de que Alejandro fuera un deambulador. Y sin embargo, ahora que lo tenía delante no fluían las palabras. Sólo las miradas, el comportamiento de él, su aspecto, el control meticuloso, esa expresión en la que cobraba forma algo tan intangible como la desesperación, todos estos elementos, conjugados, se lo habían dicho todo. Aún así se decidió:

-¿Qué ha sido de Marta?

Fue lo primero que se le ocurrió. Alejandro no contesto. Siguió de pie, frente a ella, en silencio. Bajó un poco la cabeza y se quedó mirando el suelo. Eso bastó para que María comprendiera que Marta había corrido la misma suerte que los demás. Quiso consolarlo, pero dudó. Él advirtió el ademán y dijo:

-No te preocupes. No es que lo haya superado. ¡A la vista está que no! Pero me voy acostumbrando. Ya he llorado mucho.

Otra vez el silencio, y Alejandro se giró hacia el televisor, ahora apagado. Estaba encajado en un enorme armario cuyo material simulaba ser madera, bajo las estanterías repletas de libros de informática, contabilidad y algunas novelas, así como discos, películas y algunas figuras de plomo que Marta le había ido regalando, y cuya historia, María, ya conocía.

-Yo tampoco he tenido valor para deshacerme de ella -dijo María.

-Es extraño que no lo hayamos hecho. Enseguida se encenderá y comenzarán los gritos. Te juro que no me termino de acostumbrar, pese a que me acompañan día y noche. Me deshice de la pantalla de ordenador, y de la radio. Pero no he podido tirarla por la ventana, y es algo que deseo hacer cada vez que se enciende y aparece ese punto rojo.

María se tumbó en uno de los sillones. Estaba justo detrás de ella, y en realidad se desplomó sobre sus cojines, dejándose caer igual que un árbol recién talado. Las tensiones acumuladas durante el corto viaje pasaban factura a su cuerpo, pues se encontraba tan físicamente agotada como si hubiera corrido una maratón. Alejandro dejó la pequeña vela encima de la mesa de cristal que separaba los sillones y tomó asiento. Se inclinó sobre María, le tocó el rostro y dijo:

-Pero... ¡por Dios! Estás bien. Es cierto que estás bien. Había perdido la esperanza de que alguien siguiera… ¿vivo? Creí que era el único.

Ya parecía, pese al aspecto y el trauma, el Alejandro de antes. Le había costado asimilar que la visita era real, pero ahora se comportaba resueltamente.

-Cuéntame -prosiguió-, ¿cómo lo has conseguido?

-¿Cómo lo has conseguido tú?

Hubo un silencio y a continuación ambos rieron a la vez. Ya se había quebrado la tensión entre ellos.

-Es cierto, no lo sé. Entonces, he de suponer que no tienes información para mí.

-No sé absolutamente nada. Esperaba que tú me contaras algo.

Alejandro se acomodó en el sillón.

-Nada. Además, no he tenido valor para salir a la calle. Lo hice los primeros días para proveerme de lo necesario, pero desde entonces estoy aquí encerrado. Todo el mundo fue cambiando, incluso Marta. Fui a su casa, intenté que entrara en razón, pero fue inútil. No me atacó. No parecía hostil, pero... ¿quién sabe? Incluso quise traerla aquí, conmigo, pero fue imposible. He intentado contactar con mi familia, pero ya sabes, los teléfonos... – giró la cabeza y miró hacia las enormes cristaleras del balcón- y esa fortaleza. Seguro que la clave está ahí, pero...

Se interrumpió y se quedó con la mirada perdida en ninguna parte. Actuaba a ráfagas, como si su ánimo creciera y decreciera de un segundo a otro, a medida que los recuerdos encontraban acceso a la conciencia.

-Bueno... ¿y tú? -le espetó Alejandro- Vienes de la calle, dime... ¿crees que esto, sea lo que sea, está remitiendo?

María negó moviendo la cabeza, en silencio.

-¿Por qué no te has deshecho del televisor?

-¿Por qué no lo has hecho tú? -inquirió él.

-Tampoco puedo asimilar su presencia. Esos malditos gritos me despiertan en mitad de la noche, y el salón se baña de rojo. Pero espero que un día se encienda y en vez de ese punto rojo aparezca el rostro de alguien, de un militar, un informador, voces que expliquen qué está pasando, en qué consiste la infección, qué significa la fortaleza, qué relación hay entre ambas cosas, si la epidemia se extiende más allá de esta ciudad, si debemos tomar más precauciones. En fin, espero que alguien nos informe sobre lo que ocurre.

-Por lo mismo sigue aquí. Sabes, no soporto la incertidumbre. No saber nada es lo peor. Antes de estar en esta situación preferiría ver la cara de un dictador amenazándonos con una bomba atómica o con el exterminio absoluto a través de un virus, un ataque tóxico. No me importaría que se tratara de una guerra, de algo que finalmente nos matara a todos, con tal de que fuera una explicación a esto.

Alejandro se levantó pesadamente del sillón, como si arrastrara un gran cansancio, y se dirigió al balcón, que permanecía abierto. María siguió sus pasos y ambos se apoyaron en la baranda de metal, mirando a la calle. Enfrente, a unos kilómetros, la robusta fortaleza presidía la oscuridad de la noche. Las únicas luces artificiales eran las de los gigantescos focos situados a lo largo del perímetro de la muralla que la encerraba. Sus potentes cañones azulados iban de un lado a otro, como nerviosas luciérnagas, inspeccionando continuamente el espacio arbolado que quedaba en derredor.

-Yo tengo una hipótesis. Quizá te parezca increíble, pero es la única que encaja con todo esto -dijo.

María se mostró interesada en conocerla.

-Creo que estamos en cuarentena. Alguna enfermedad nos está asolando y nos han encerrado aquí sin darnos explicación -María no se había planteado tal posibilidad, y sin duda resultaba la más coherente- Ese recinto amurallado esté a rebosar de médicos, científicos, autoridades militares, como en esas películas de epidemias, ya sabes. Aunque no los vemos, están ahí. Esperan a que muramos lentamente. Desde este balcón veo a la gente, a diario, y están cada vez más delgados, como si no se alimentaran. Supongo que no lo hacen. ¿Cuánto tiempo llevan así? Ya he visto algunos morir. Se desploman de pronto ¿Ves aquel? -señaló el cuerpo de un hombre tendido boca abajo. Aunque estaba cerca del edificio María no lo había visto al pasar- Además, de un día para otro falta gente. Los tengo clasificados. Mientras todo esto sucede los científicos de la fortaleza se limitan a estudiarnos. Quieren saber cómo evolucionamos.

-¿Y qué hay del punto rojo y los gritos?

-Eso es fácil de explicar -prosiguió- Lo más terrible es que no es una infección casual, sino inducida. Están probando alguna especie de arma y no tiene nada que ver con virus, bacterias o gases tóxicos. Más bien es una forma de hipnosis, no para hacerse con la voluntad de la gente, sino para matarla poco a poco. Es como esas bombas que, en vez de hacer fuego, joden la electricidad de una ciudad entera, ya sabes. Lo último en armamento. Aquí han debido utilizar algo así porque no solamente nos hemos quedado sin electricidad, sino que además no funciona ninguna otra forma de abastecimiento, ni baterías, ni pilas, nada más allá de las formas primitivas.

- Yo he imaginado cosas parecidas, pero me resultan descabelladas. Ningún país ni ejército puede hacer eso y salir impune. ¿Qué hay de la opinión pública? La de fuera, me refiero.

Alejandro sonrió un poco. Era evidente que ya se había planteado esa inconsistencia y la había solventado:

-¿Crees que le dicen a la gente la verdad? Probablemente han notificado que estamos infectados de... no sé, cualquier cosa. Puedo imaginármelo. Según la versión oficial no nos están matando, sino salvando. Una vez que concluya el experimento irrumpirán en la ciudad con tanques y camiones, recogerán los cadáveres y falsearán las autopsias. La mejor forma de encubrirlo será quemando todos los cuerpos en montones altísimos, so pretexto de acabar con cualquier posibilidad de contagio. Somos cobayas, ratas de laboratorio para preparar alguna guerra. Sé que parece inverosímil, pero... ¿cuántas veces a lo largo de historia no habrán probado armamento con la población de una ciudad?.

María se quedó un momento pensando, y añadió:

-Eso explicaría por qué tú y yo no estamos infectados.

-Claro –continuó él- Hay muchas personas que son inmunes a la hipnosis. Creo que nosotros representamos un claro ejemplo. Y quizá haya más gente así, encerrada en esos pisos, sin atreverse a salir.

-Si eso es cierto... ¿qué crees que harán con nosotros cuando entren a recoger los cadáveres?

Una sola mirada de Alejandro bastó para que María comprendiera, caso de ser cierta su hipótesis, cuál sería el final.

Él sacó un paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo. Ya hacía un año que dejó de fumar, pero en tales circunstancias resultaba absurdo reprimirse. Acepto el ofrecimiento, lo encendió y dio una profunda calada. Tosió un poco, pues había perdido la costumbre, pero enseguida su garganta volvió a adaptarse. Expulsó el humo con lentitud, viendo cómo se disipaba en la inmensidad de una noche iluminada por un vasto manto de estrellas. Tal espectáculo galáctico era más propio del campo que de la ciudad, donde en circunstancias normales la contaminación lumínica mantenía velada la visión del infinito cosmos. Enfrente, la luna llena presidiendo el hermoso espectáculo.

Ante tanta belleza se habría olvidado de todo de no ser por las siguientes palabras de Alejandro:

-No nos dejarán vivir. No sabemos qué ocurre exactamente, pero sabemos, eso sí, que no se trata de una contaminación fortuita. No es la que “ellos”, quienquiera que sean, pueden inventar. Estoy seguro de que habrán previsto casos como el nuestro, y lo primero que harán será buscarnos para asegurarse de que nadie contradice la versión oficial. Nos cazarán como a ratas.

Despuésś de ese comentario, sonrió. Una risa llena de fatalidad y resignación. Cualquiera diría que Alejandro estaba desquiciado, pero lo cierto es que Maria le acompañaba en aquel sentimiento de impotencia. Envueltos en semejante caos no era precisamente Alejandro el extravagante, pese a su descabellada -pero probable- teoría.

La cocina de Alejandro atestiguaba su intención de no salir de casa en mucho tiempo. La comida enlatada se amontonaba en altas pilas dentro y fuera de los armarios, por lo que el origen de su malnutrición apuntaba más a un estado de ánimo que a la falta material de alimentos. Tenía varias bombonas de gas, y el lavadero lo ocupaban garrafas de agua de cinco y ocho litros, además de paquetes de litro y medio y hasta botellines. El fregadero, a rebosar de platos sucios, y María pudo ver algunas cucarachas escapando veloces en cuanto advirtieron la presencia humana, además de moscas que pululaban alrededor de dos bolsas de basura. Iba deshaciéndose de ellas -dijo- lanzándolas desde el balcón a la calle. Antes de que el contenedor estuviese repleto jugaba a hacer diana. La higiene en aquel rincón de la casa era prácticamente nula.

Mientras limpiaba un cazo para calentar pasta, dijo:

-La comida enlatada la inventó el ejército. Las conservas eran una forma de mantener la comida en buen estado, y quizá se remonta, no sé, a Napoleón. Era la mejor manera de proveer a los soldados de alimentos duraderos. Todos los avances, todo lo que en la sociedad se utiliza normalmente, sometido a leyes y estrictos controles por parte del mercado, han sido ideados para ganar alguna guerra. Y si no se han inventado expresamente para la guerra, ésta ha servido a su definitivo desarrollo. Automóviles, teléfonos...

Ella observaba el ajetreo de Alejandro apoyada contra el marco de la puerta mientras fumaba su tercer cigarro. Había sido una auténtica adicta en otro tiempo y ahora el menor de sus males era caer de nuevo en la adicción.

-Absolutamente todo -apostilló-. Las leyes de la sociedad no son un límite, sino un cauce de todo ello para prolongarse. Y no sólo las cosas, sino las palabras, los conceptos, las formas de vivir, de expresarnos. Yo diría que incluso nosotros mismos, nuestra forma de ser y pensar, no es sino el sedimento histórico forjado en la guerra.

-Según tú, entonces, la sociedad es como una batalla.

-Y el instante de la victoria de la que emerge resuena en todas partes. He tenido mucho tiempo para pensar y he llegado a conclusiones -limpiaba los cubiertos que necesitarían para la pasta- He leído algunos libros. Pero en realidad no son tan necesarios. Basta con asomarse al mundo. Yo creo que cada sociedad es fruto de una guerra, y es sociedad sólo en la medida en que dicha guerra consigue cobrar una forma estable, duradera, integrando todo cuanto fue en un tiempo medido, reglándolo, convirtiéndola en ley. Una vez que lo logra, otras fuerzas comienzan a devorarla, a desbordarla.

Prepararon la mesa en el salón, lejos de la suciedad de la cocina. Colocaron los platos, los cubiertos, e incluso Alejandro descorchó una botella de vino del bueno. Del mejor -dijo bromeando- pues no había tenido que pagarlo. No entendía en absoluto de vinos, pero decía que debía de ser excelente, guiándose por el precio que marcaba en el supermercado.

-Es curioso -dijo él mientras realizaba la acción de descorchar-, pero cuando todo cae, incluso el criterio, no hay manera de establecer jerarquías entre las cosas.

Tuvieron que cenar a la luz de las velas. María se permitió bromear, diciendo que aquello parecía una cena romántica. Alejandro sonrió a la broma, pero de pronto sus ojos se quedaron fijos en el plato y su rostro se ensombreció, pues había avivado el recuerdo de tanta gente desaparecida, de modo que su acompañante decidió cambiar de conversación inmediatamente. Se encontraba muy a gusto con Alejandro y no quería estropear esa sensación.

Una catalítica los mantenía a salvo del gélido viento procedente de las montañas heladas. Las velas, la comida, la conversación, el vino, la estufa, habían traído una calidez hogareña que la hizo olvidarse, durante ese lapso de tiempo, de la situación en la que estaban inmersos. Se lo comunicó a Alejandro, y éste le contestó que de tanto en tanto las personas deben evadirse de los problemas, romper sus compromisos con el mundo, cualquiera que sea su magnitud o importancia. Pero otra vez cayó en el silencio. No se aplicaba su propio cuento. María decidió sacarlo del trance.

-Nuestros cubiertos, nuestros platos, la comida, las palabras, nuestra relación amistosa, todo, según tú, es fruto de un conflicto bélico, de una especie de conflicto continuo.

-Sin duda. Y te lo puedo demostrar, si bien tendrás que entender que no soy físico ni matemático, ni sociólogo, ni un soldado. Sólo un pobre ex-contable en una situación anómala.

Sonrió después de decir aquello.

-De acuerdo -le retó María- demuéstramelo.

-Yo pienso que la Historia es el comienzo de todo lo conocido, del ser del hombre y la naturaleza.

-También hay una prehistoria -señaló ella.

-Buena observación. Pero no olvidemos que sólo son cortes metodológicos que realizan los historiadores. ¿En qué se diferencia la historia de la prehistoria, realmente? Sólo en que colocamos el problema un paso más atrás. Y cuando digo Historia no me refiero al hombre, ni a la tierra, sino al Universo entero. Todo tiene una Historia y sólo podemos llegar a esta descubriendo reglas y leyes que la hacen visible, que nos la muestran... ¿me sigues? Sólo avanzamos atrás en el tiempo aplicando principios y, por tanto, extendiendo la Historia.

-Creo que sí, pero tendrás que explicarte mejor.

María estaba realmente interesada en las ideas de Alejandro. Era una nueva faceta. Incluso él mismo la desconocía de sí. Era un auténtico hombre teórico, pero quizá tuvo que quedarse en semejante suspenso, en la inactividad, para descubrirlo.

Alejandro prosiguió:

-Los físicos colocan una gran explosión, el Big-Ban, como origen del universo conocido, del Cosmos, con sus reglas y leyes. La naturaleza animal y vegetal también tiene sus propias leyes, e incluso el hombre, su historia, las tiene, pero éstas últimas son más difíciles de ver. O, más bien, yo diría que las vemos, pero no las podemos fundamentar porque estamos inmersos en nuestro propio proceso. Tendríamos que dejar de ser hombres para ver cuál es nuestro movimiento y lugar en todo este lío universal.

-¿Y qué hubo antes de esa gran explosión?

-Eso, en realidad, no importa. No hay ningún “antes”. Lo importante es que la Historia del Universo está fundada en un acto de violencia absoluto, total. Podríamos llamarlo el Acto de Violencia del que se seguirán todos los demás.

-¿Y por qué no se puede hablar de un “antes?

Alejandro ponía tanto énfasis en exponer su teoría que apenas tocaba el plato de pasta enlatada. Agitaba las manos con vehemencia y su rostro se volvía muy expresivo.

-Porque las nociones de “antes” y “despuésś”, es decir, el tiempo tal y como lo conocemos, el tiempo de Cronos, es lo mismo que la Historia, que el orden, que el Cosmos. El Cosmos sólo tiene sentido desplegado en el tiempo o, en el fondo, son exactamente lo mismo. Descubrir las leyes del tiempo es a la vez descubrir todas las leyes. Las demás dependen de este devenir fundamental y se dan en un espacio, en una extensión, que también funda la Historia.

-Lo que no comprendo es dónde quieres ir a parar.

-Quizá no me esté expresando bien. Tendrás que perdonar mi torpeza. Y sabes. Un ex-contable.

María le sonrió. Apuntó que le parecía muy interesante y que no se detuviera por vergüenza. De hecho -dijo- le parecía una teoría mucho más consecuente que todas las que había escuchado hasta ahora.

-Está bien. Ahora hay que plantear una cuestión... ¿qué es lo que hace imposible la sociedad, con sus reglas, su día a día...? En fin... ¿Qué hace imposible la Historia, qué rompe el orden del tiempo y las cosas?
Tímidamente, respondió:

-Una guerra.

-En efecto -dijo, jubiloso, como cualquier teórico cuando un pupilo le da la respuesta idónea para poder proseguir explayándose- Pero, a su vez, una guerra tiene un objetivo y no se trata de instaurar este orden o aquel, o prolongar una cierta ideología, o establecer unas determinadas relaciones económicas. Todo eso es secundario, es un efecto. Esa es la ilusión en la que se mueve el pensamiento, el hombre, que no es sino el títere de fuerzas ocultas. La guerra tiene su propia lógica y lo único que busca es la victoria. Es un acto mediante el cual algo busca afirmarse sobre otro algo. Pero hay un problema en este cuadro, y es que o bien se consigue la afirmación, y se acaba la guerra, planteándose la cuestión: ¿y ahora qué? o bien se la conduce al extremo, y ambas fuerzas no pueden permanecer así eternamente, en pugna. Es autodestructivo para las propias fuerzas que nos empujan y configuran nuestra realidad. Si no finalizara ese estado acabarían por tragarse a sí mismas, el universo entero, la naturaleza, sin leyes, sin forma, sin tiempo ni espacio, sin Historia, terminaría en un Caos absoluto, en algo engullendo a sí mismo, como un gran agujero negro, una fisura que lo absorbería todo para desintegrarlo, y cuya composición no es otra que aquello mismo que absorbe.

-Es una idea muy compleja. Te refieres a algo que se autodestruye.

-Por supuesto. Esta afirmación de fuerzas quiere permanecer afirmándose siempre, atrapar la victoria, pero es imposible en su estado puro de guerra, porque en él no hay permanencia, ya que tampoco hay espacio ni tiempo, ni definiciones, ni ley... Nada. Sólo eterno conflicto. Tal afirmación sólo puede alcanzar su pleno objetivo llegando a ser, es decir, haciéndose posible, inventando la forma, estabilizándose, reglándose, prolongándose en una creación intrínseca a su naturaleza, el espacio y el tiempo.

-Así que procedemos de un terrible caos de fuerzas en pugna por afirmarse unas sobre otras.

-No exactamente. La “procedencia” es ya una artimaña cósmica, pues implica ya el tiempo. En realidad es algo eterno, algo que está pasando ahora mismo. Orden en el caos y caos en el orden. Infinitud y finitud, eternidad y muerte temporal. Tu cuerpo entero es un sistema complejo y estable, pero en lucha caótica continua. Tus células mueren, se invaden. Envejeces, morirás. La sociedad es también algo así. No nos protege de la guerra ni es su objetivo la paz porque es la guerra misma hecha posible, donde antes fue imposible por su propia naturaleza caótica e intemporal. Aquí estamos, comiendo organismos vivos y dejando que ellos nos coman por dentro a nosotros. Todo está siendo devorado por todo, y paradójicamente así es como subsiste. En realidad, pienso, no hay un nosotros. No hay ni tú ni yo. Somos solamente el espejismo de esa lucha eterna.

-Cuando el Hombre muera -dijo ella- continuará la Historia, pero sin nosotros.

-Sí. De hecho se produce a todos los niveles. Todo está interconectado en ese conflicto y nosotros no somos más que un imaginario temporal. Nuestro propio pensamiento es un conflicto irresoluble de ideas, de intereses que se superponen unos a otros... ¿qué hago con mi vida? Eso es lo que significan las posibilidades, no más que la lucha interna que somos y nos hace y deshace a cada momento. El pensamiento no implica el caos, o el delirio, sino que es ya caos y delirio regulado por el tiempo y la extensión que él mismo instaura en su devenir para poder llegar a ser posible, para no autodestruirse a sí mismo.

Alejandro guardó silencio y giró la cabeza hacia el balcón. Desde ese ángulo se veían a lo lejos los potentes cañones de luz desplegándose como líneas rectas que a veces convergían para volver, inmediatamente después, a ganar en autonomía.

María había interiorizado tanto la teoría de Alejandro que ahora su óptica se había llenado de ese Caos. Dejó el cubierto encima del plato. Se le había quitado el apetito. La habitación ya no le parecía tan cálida. Comprendía ahora la profunda tristeza de su interlocutor, el por qué de su mirada perdida, lacónica.

-¿No lo ves? -preguntó él, rompiendo el silencio- Somos un experimento, directamente de hombres, e indirectamente de algo que no podemos ver, pero que está ahí. He tenido mucho tiempo para leer cosas, para interesarme por aspectos de la vida que antes, no es que no les diera importancia, sino que ni siquiera existían para mí. Vivía demasiado inmerso en mis cosas cotidianas. ¿Has leído alguna vez a un filósofo llamado Friedrich Nietzsche?

María contestó que lo conocía, como todos, le sonaba el nombre y sabía que era el pensador que proclamó aquello de “Dios ha muerto”, pero confesó no haber leído nada de él.

-Su literatura – prosiguió Alejandro- es la forma de las ideas que expresa, la forma de ese hombre. Es Apolo y Dionisio a la vez o, más bien, Dionisio hecho posible en la forma de su literatura, de su pensamiento. Dionisio hecho posible en Nietzsche. Pasó toda la vida intentando expresar lo que se expresaba a través de él. ¿Pero cómo puede el esclavo dominar a su señor sin abandonar nunca su status originario? Él lo vio, es algo eterno, que vuelve siempre, una y otra vez, que nos recuerda lo insignificantes que somos, pero no más que cualquier micro partícula atrapada en un laboratorio. Somos piezas en un plan dionisiaco donde no hay lugar para la moralidad. Él lo llamaba, creo recordar, juego heraclitiano. ¿Sabes cómo terminó sus días?

María negó con un leve gesto.

-Decía que el hombre valiente no se parapeta detrás de las formas vacías, negando ese fondo oscuro que nos devora, sino que a través de la forma hace inteligible el fondo. Vivió toda su vida cerca del delirio que es el pensamiento. Se aproximó tanto a él, lo miró tan a la cara que al final fue reclamado por su dios.

-Sé que era un enfermo mental -señaló.

-Enfermo mental -repitió el otro en tono irónico- Esa es la explicación que precisamente nos mantiene a salvo del Caos. Así podemos entenderlo, llamándolo enfermedad. ¿Crees que estamos enfermos?

Guardó silencio. María comprendió que se trataba de una pregunta directa.

-No lo sé. Quizá, estamos enfermos de nosotros mismos, o todo es enfermedad mortal, por lo que no puede ser llamado propiamente enfermedad.

-¡Bien! Tú ya no te dejas engañar -miró otra vez hacia el balcón, como evocando la situación excepcional de la ciudad- Esto no es la primera vez que sucede. Me refiero a nuestro encierro. Esa estructura, geométrica, fría, perfecta, la fortaleza se levanta sobre el caos en que se ha convertido la ciudad. Si lo piensas así, resulta incluso hermoso.

A María, sin embargo, le costaba ver hermosura en un pensamiento tan terrible.

Terminaron de cenar, rematando con un café caliente. Entre la calefacción y el vino, María sintió una agradable somnolencia, así que anunció su intención de acostarse. Alejandro se empeñó en que durmiera en su habitación, mientras que él lo haría el sofá del salón. A María esto le pareció una cordialidad innecesaria, pero ante la insistencia del otro, le dejó hacer.

Desplegó un juego de sábanas limpio, que no obstante olía a armario cerrado, y varias mantas. Aunque no se pronunció al respecto, lo que le parecía en realidad innecesario era que tuvieran que dormir separados, como si fueran niños. Habría agradecido la calidez de un cuerpo durmiendo junto al suyo. Ese calor especial que sólo puede radiar la carne viva. La respiración pausada de alguien, su aliento en la nuca. A decir verdad echaba en falta un brazo masculino cayendo sobre su costado. El peso y la textura. Pero, por timidez, no dijo nada. Temía la negativa de Alejandro, acaso todavía demasiado imbuido en Marta, en su recuerdo.

Tuvo un sueño extraño donde se combinaban, como es común a esta esfera de la vida humana, realidad y fantasía, imágenes, elementos disparatados del mundo real enlazándose entre sí, conectándose, gracias a otra clase de leyes o, quizá, sometidos a una absoluta y delirante liberación de las leyes de la mente consciente.

Se vio a sí misma en el estrecho sendero de un jardín. El suelo estaba frío, con barro, encharcado, y al alzar la mirada descubrió en el cielo densos nubarrones apretujándose entre sí, barruntando tormenta. A los lados serpenteaban caminos delimitados por setos de mediana altura. Pero estaban, como el resto de la vegetación, secos.

En el suelo, flotando parsimoniosamente sobre el barrizal, se amontonaban hojas con ese color marrón tan característico del otoño. Los árboles plantados más allá de los setos eran altos, esbeltos, pero permanecían desnudos, extendiendo sus escuálidas ramas hasta confundirse con las de los árboles vecinos. Sobre su cabeza, formaban un entramado de líneas rectas, violentos quiebros y curvas azarosas debido al cual era imposible discernir dónde finalizaban las de una parte y comenzaban las de otra. Así, los árboles, aunque despuntaban desde lugares diferentes, se conectaban en el aire. Y quizá también en el subsuelo las raíces, rizomáticamente.

Continuó caminando por el sendero. Se sentó en un banco de piedra, color gris ceniza. Descubrió que detrás de los setos raquíticos se alzaban estatuas. Quietas, mudas, eternas, pero agrietadas, como los bancos. Algunas estaban cubiertas en ciertas zonas por una finísima película de moho.

Se levantó de un brinco apremiada por el sonido de risas lejanas. Al final del estrecho sendero había una escalinata de cuatro peldaños y a continuación una piscina de unos ocho metros de largo por cuatro de ancho. Se fijó más. No era una piscina, sino un estanque artificial de agua verdosa. Al asomarse descubrió entre los nenúfares peces muertos flotando panza arriba.

Hasta ahí todo era normal. A María se le repetía ese sueño desde la infancia. Si bien otras veces no se trató de un jardín, sino de una antigua casa o una montaña, el color y la textura de la piedra era siempre la misma. La vegetación aparecía densa -tanto que su presencia resultaba amenazante, como si ocultara algo-, pero seca. El cielo encapotado. Y el ambiente, en general, impregnado de ese matiz onírico indescriptible en la vida real. Los peces muertos también constituían un elemento reincidente. Una vez se informó sobre el sentido de los sueños -si es que verdaderamente lo tienen- y descubrió que todos estos elementos estaban tipificados y apuntaban a una sola cosa: inseguridad personal. Peces muertos y aguas turbias -estanques, ríos, mares, piscinas- a través de las cuales es imposible discernir el fondo. Abismos donde la vida no hace pie y ha de mantenerse a flote, sin norte y siempre con la certidumbre de llegar a un punto en el que el cuerpo ya no aguante más. Una estancia sin asidero.

Las risas provenían de un grupo de niños que jugaban alrededor del agua. Contó siete. Parecían felices, indiferentes a las nubes y los peces muertos. El mayor no tendría más de siete años. María sufrió por el más pequeño. Apenas se tenía en pie y se acercaba peligrosamente al borde del estanque. ¿Qué tipo de padres dejaban a su bebé tan descuidado? Al otro lado del jardín había un grupo de mujeres y hombres tomando café sobre mesas de forja, artísticas, que hacían filigranas en las patas, bajo pequeños toldos de rayas azules sobre un fondo blanco – o tal vez al revés- que los protegerían del posible chaparrón que amenazaba la textura del día.

De pronto, uno de los hombres desatendió la amena conversación y chistó a los niños, regañándoles. Habían armado un gran revuelo jugando al pillado. Éstos hicieron caso omiso a las instrucciones del hombre, así que se puso en pie enérgicamente, dientes y puños apretados, rebosante de una súbita cólera, y enfiló hacia el grupo. Los demás adultos se sumaron a esta acción. Cuando llegaron a la altura de los niños intentaron atraparlos, pero estos corrían entre los adultos, pasando por debajo de las piernas, zigzagueando, esquivándolos astutamente. Todo ello formaba parte del juego de los niños y proyectaba una imagen ridícula.

Se lo estaban pasando tan en grande, y los adultos estaban tan fuera de sí, que la escena le resultó cómica. En un instante, y gracias a la ingenuidad de los niños, de sus juegos infructuosos y llenos de normas básicas, la tranquilidad de los adultos se había roto. Pero los niños no pudieron dar esquinazo a los padres por mucho tiempo. Como castigo, fueron lanzándolos, uno a uno, al agua turbia. Hasta ese momento la superficie en calma parecía un lienzo y los nenúfares y peces muertos un dibujo sobre él. Los niños no hacían pie, pero tampoco terminaban de hundirse. Agitaban los brazos en señal de auxilio y lloraban. Gritaban. Gritos. Lamentos.

El fondo del estanque se iluminó con una luz roja intensa. María se asomó despacio y descubrió que dicho fondo estaba poblado de focos. Ante sus ojos, una hilera de puntos rojos. Y Gritos. Despertó sobresaltada, sudando. Pero los gritos no cesaron, y por la puerta entreabierta de la habitación entraba un haz de luz roja proveniente del salón comedor.

No era la primera vez que tenía una pesadilla donde se materializaban sus miedos mezclados con el punto rojo y los gritos. Y tampoco era la primera vez que el televisor se encendía a media noche, introduciendo su materialidad en la irrealidad del sueño, en esa peculiar mezcolanza de elementos reales y oníricos que sólo dura un instante, como cuando a uno se le cuela el molesto pitido del despertador.

Se levantó y salió de la habitación muy lentamente, siguiendo la estela del resplandor rojo. Ganaba en intensidad a medida que se aproximaba, a través del estrecho pasillo, al salón. Una vez allí descubrió a Alejandro en pie frente a la pantalla observando, embobado, la emisión. Estaba en ropa interior y en su cuerpo largo y huesudo se proyectaba ese color.

Lo llamó por su nombre, pero no reaccionó. Comenzó a temer lo peor. Muy despacio se acercó a él, y una vez a su altura, observó sus ojos. Gravado en la redondez de sus negras pupilas, descubrió ese absurdo con el que los deambuladores quedaban marcados. Entonces creyó comprender una posible vía de infección, de hipnosis.

Súbitamente, como provista de una vitalidad extraordinaria, fue hacia el televisor y lo lanzó contra el suelo. Tal energía desarrolló en su acción que cayó a un metro del mueble donde estaba empotrado, casi a los pies de Alejandro. No hubo explosión, pues no lo hacía funcionar corriente alguna, pero la pantalla se rompió en mil pedazos y los gritos desaparecieron. El salón quedó a oscuras y en un silencio absoluto.

El hipnotizado reaccionó con un reproche:

-¿Por qué has hecho eso?

Parecía enfadado.

María se acercó a él, a la altura de su rostro, y otra vez exploró sus ojos. Por suerte había llegado a tiempo, pues estos ya no inspiraban falta de realidad, sino incredulidad, enfado, resignación, tormento, perplejidad, tristeza, todo ello mezclado. Volvía a ser el Alejandro que había dejado antes de irse a la cama, pero evidentemente saliendo de un trance, como de un sueño, reconstituyéndose.

-Has estado a punto de ser hipnotizado.

-En absoluto -replicó él-, sólo esperaba alguna noticia. ¿No ves lo que has hecho? Ahora sí que será imposible saber qué está ocurriendo ahí fuera.

Alzaba cada vez más la voz, el tono se volvía progresivamente más hostil y sus gestos eran violentos. Ella intentó tranquilizarlo. Posó ambas manos sobre sus mejillas, primero ejerciendo presión para que centrara su vista en la de ella, y luego, a medida que la respiración de Alejandro se sosegaba y él parecía entrar en razón, más suave, casi acariciándoselas.

-Escúchame. Mirame a los ojos. Tranquilo -sus palabras, pronunciadas con la dulzura que gasta una madre paciente, tenían sobre él un efecto sedante- Has estado a punto de ser hipnotizado, pero no lo recuerdas. Lo sé, lo he visto antes en los ojos de esos deambuladores.

-¿Deambuladores? -inquirió él.

-Sí. Es así como los he bautizado, y ya sé qué los hipnotiza. Lo acabo de ver en ti. Tú mismo me has dado la clave, tus palabras – ahora él centraba su atención en María – Esa emisión no nos va a decir absolutamente nada de lo que está ocurriendo. Hay que asumirlo de una vez por todas. Se acabó la información definitivamente, es sólo un proceso hipnótico, algo así como una eterna carta de ajuste en la que depositamos la esperanza de una nueva emisión. Está en los ojos de la gente, un vacío en la ausencia de información, una falta de realidad, y además expectativa de algo que no saben qué es. Están esperando a que esa maldita cosa les envíe una señal.

Alejandro fue comprendiendo. Se cubrió con la manta, envolviéndosela por todo el cuerpo, pues de pronto tenía tanto frío que temblaba, encendió un cigarro del paquete que había encima de la mesa de cristal en el centro del salón, y se sentó en sofá.

-Creo que sé a qué te refieres. Es la propia gente la que se hipnotiza.

-De algún modo, sí. Es lo que representa la emisión, lo que esperan de ella, lo que hace que acudan al punto rojo. Están esperando que resuelva la situación, que envíe una señal directriz, que, de alguna forma, vuelva a llenar de sentido la realidad. Que devuelva la realidad misma, su consistencia. Es eso lo que veo en el fondo de los ojos. Quieren empezar de nuevo, luchan para lograrlo, por eso se mueven, van y viene, realizan acciones, pero están faltas de significado. ¿Comprendes?

-Creo que sí.

Se quedó pensativo. Daba profundas caladas a su cigarro. Estaba evidentemente asustado, pues hasta hacía tan sólo unas horas había estado convencido de su inmunidad.

-Si tú no llegas a estar aquí...

María se sentó a su lado y lo abrazó. Al sentir la calidez de su cuerpo, fue calmándose poco a poco.

-Mis teorías, las ideas... ¡Dios, qué estúpido! Casi muerdo el anzuelo.

-No te atormentes -le consoló- Quizá había llegado nuestro momento. Si yo no hubiese venido aquí ahora mismo estaría en mi casa, también delante de la emisión, esperando una señal. Te dije que no me deshice del aparato por lo mismo que tú. Y el viaje de hoy, tus teorías, verte ahí parado delante del televisor, todo ello ha contribuido. Dime algo... ¿qué has sentido? ¿Lo recuerdas?

Aunque todavía estaba aturdido, hizo un esfuerzo por reflexionar, por recordar y ordenar las ideas.

-Es exactamente como tú lo describes, como estar esperando algo, una señal. Pero no recuerdo que transcurriera el tiempo. Es como esas veces en que uno se queda absorto en un punto y parece sumergirse en otra dimensión, como estar en suspenso. Pero de ese suspenso no se es consciente hasta que se sale de él.

-En realidad, hasta que se toma conciencia ¿no?

Alejandro se alegró de que María le ayudara a expresar lo que para él sólo eran balbuceos torpes y precipitados.

-Sí, eso es. No es que se tome conciencia de ese suspenso, es que, simplemente, cuando tú has cortado el influjo, he tomado conciencia de mí mismo y automáticamente he salido del trance.

María estaba vestida sólo con el pijama de Alejandro, así que se envolvió en otra de las mantas. Se hizo un silencio prolongado entre ellos. Un silencio meditabundo, lleno de dudas que bullían a partir de un nuevo caldo: el descubrimiento de la soledad radical. Se sintió como si hubieran irrumpido en una dimensión diferente. Quizá -pensaba ella para sí- pese al miedo, la sensación de desasosiego, de impotencia, de abandono, no habían asumido, hasta ese momento, la auténtica magnitud del problema. Incluso el desasosiego alimentaba una esperanza utópica. Era espera de algo. Pero, por fin, habían abierto los ojos. Y lo que vieron no les gustó, pues inundaba el ambiente, no ya de desconcierto sino, antes bien, de certidumbre. Era otra forma de estar en suspenso, de romper definitivamente con el tiempo habitual. Era como si, hasta el descubrimiento, hubieran estado, sin saberlo, todavía agitándose por la marea de la mundanidad, dejándose arrullar por su secreta dulzura, meciéndose, refugiándose en su propio cautiverio.
Fue Alejandro quien habló:

-¿Qué vamos a hacer ahora?

María no contestó inmediatamente. Se levantó como si fuera a hacer algo, pero una vez de pie, se quedó quieta, dubitativa. Estaba nerviosa.

-¿Sabemos si realmente la ciudad está cercada?

-Yo di por supuesto que sí, pero desde este edificio es imposible saberlo.

María intentaba pensar a partir del descubrimiento.

-Pero no estamos seguros. Podría tratarse de algo a nivel mundial. Y pienso que la única manera de saberlo es intentando salir.

Él no dijo nada, pero la expresión de su rostro denotaba un principio de desacuerdo.

-No sé -dijo al fin- Aquí estamos seguros.

-O tal vez no. Tú mismo lo dijiste. Si se trata de un experimento tarde o temprano irrumpirán en la ciudad a la caza de sobrevivientes que puedan desmantelar la versión oficial, ¿y por dónde comenzarán a buscar? Registrarán todos los pisos. No habrá donde esconderse. En realidad, si tu teoría es cierta no estamos sino en un gran campo de concentración. Y aquí sólo cabe esperar el exterminio.

-Quizá tengas razón.

-Claro que la tengo -María estaba cada vez más convencida de sus palabras- Estamos encerrados... ¡Encerrados! Sólo tenemos dos opciones, o asumir nuestro cautiverio, y a ver si nos liberan después, o lo que haría cualquiera en su sano juicio, huir.

-¿Escaparnos?

-Escaparnos, eso es.

Capítulo Cuarto





IV





El río que atravesaba la región, dividiéndola prácticamente en dos simétricas mitades, era de gran caudal y se bifurcaba para confluir de nuevo después de un recorrido paralelo de varios kilómetros. Justo en ese espacio de tierra dividido por ambos tramos del río se levantaba la ciudad, que podía ser considerada como una isla con dos salidas a través de largos puentes. Escogieron la que quedaba hacia el norte, por estar más próxima a la casa de Alejandro, a pesar de lo cual, por quedar ésta casi en el centro mismo, tendrían que recorrer un largo trecho.

Se proveyeron de todo lo necesario, pues cabía la posibilidad de que el viaje se prolongara durante días -dependiendo de si estaban cercados o no- o quizá incluso que no volvieran jamás.

Alejandro, en otro tiempo, había sido aficionado a la acampada. Era un montañista de fines de semana en excursiones organizadas con un numeroso grupo de urbanitas adeptos a la evasión ocasional, así que desempolvaron su viejo equipo compuesto por linternas de gas, hornillos, sacos de dormir, dos amplias mochilas para transportar la comida enlatada, una navaja multiusos, unos viejos prismáticos que adquirió con la intención de investigar animales en su hábitat, un machete, una brújula, velas, cerillas, cuantos mecheros pudieron recolectar en el refugio de un fumador empedernido, ropa impermeable y de abrigo, no obstante cómoda para caminar, y botas especiales. Antes de salir revisaron repetidas veces la lista. Alejandro leía, y María confirmaba.

Al cerrar la puerta del apartamento él confesó sus últimas dudas. Un escalofrío recorrió su cuerpo al hacerse cargo del peligro que entrañaba abandonar la seguridad de lo que había transformado, a fuerza de provisiones y cerrojos adicionales, en una plaza fuerte. Pero respiró profundo y por fin giró la única llave que automáticamente corría todos los cerrojos de una vez.

Se giró, hizo un gesto a María, confirmando su última decisión, y descendieron los pisos del edificio alumbrados por la linterna de gas. Ambos, envueltos en la penumbra, entre las sombras recortadas que proyectaba el candil, sentían su corazón bombear con fuerza. Era como si en cada oquedad acechara alguna clase de mal.

Cuando salieron a la calle apenas si había comenzado a amanecer, pero ya se advertían con suficiencia los primeros síntomas de claridad, por lo que la luz artificial era innecesaria. Habían acordado no caminar de noche, primero para racionalizar el gas, y segundo para evitar peligros innecesarios, de modo que intentarían aprovechar al máximo las horas de luz.

En el plan, trazado con dos horas de antelación, durante la noche y a la luz de una vela, todo debía estar milimétricamente organizado, incluso el tiempo de los descansos que harían cada tres horas si el cuerpo aguantaba, pues Alejandro había abandonado su vida de deportista esporádico hacía mucho tiempo, y María era, hasta la fecha, una persona absolutamente sedentaria, acostumbrada a un vehículo propio que nunca utilizaba en la ciudad, sustituyéndolo por ese mismo transporte público que ahora se sumaba al gigantesco y silencioso atasco.

A esa hora las calles aún estaban vacías. Lo único que de tanto en tanto les producía un sobresalto era tropezarse con uno de aquéllos cadáveres avisados por Alejandro. En efecto, cada vez su número era mayor. Eran recientes, sin haber entrado todavía en proceso de putrefacción, pero así y con todo esas siluetas inanimadas, sin vida ni expresión, huesudas -pues habían muerto de hambre- resultaban espeluznantes. Podían encontrárselos entre dos vehículos aparcados, sobre la carretera, en mitad de la calle o atascando la puerta de un edificio. Uno de ellos, se fijaron, una mujer de avanzada edad, de rostro agrietado y melena gris estropajada, permanecía con la espalda apoyada contra la pared de un edificio, la desdentada boca entreabierta y los ojos como platos. Junto a ella un carro de compra. María se preguntó si sería aquella anciana de la charcutería. Sin meditar su acción, se detuvo a su altura y le cerró los párpados.

A medida que hacían el camino se fueron habituando a la presencia de los cadáveres. Aunque habían elegido el trayecto más directo hacia el puente, se vieron forzados a desviarse en varias ocasiones a causa de calles en las que el acceso resultaba imposible por la cantidad de vehículos amontonados, por obras sin terminar que dejaban profundos socavones o avenidas enteras anegadas de agua debido a una sistema de alcantarillado sin mantenimiento, incapaz de filtrar las últimas lluvias. El olor a agua estancada, pútrida, resultaba insoportable, por lo que tuvieron que cubrirse hasta la mitad del rostro con pañuelos.

Hacían el camino atentos, ojo avizor a las ventanas de los edificios, pues sopesaron la posibilidad de descubrir gente en su misma situación que quizá quisiera sumarse a la marcha. Esta idea les había llenado de esperanza, pero horas más tarde se disipó ante la evidencia de una ciudad solitaria, muda, abandonada.

De vez en cuando Alejandro silbaba alguna canción popular, tal vez -pensaba María- para disipar el silencio. Al identificar el tono, le seguía. La esporádica música hacía más llevadera la caminata.

A pesar de las primeras oleadas de gente que fueron apareciendo -todos deambuladores, como pudieron comprobar- el silencio se mantuvo. Fueron puntuales, siguiendo el rito de la inercia. Salían a la calle justo cuando comenzaba la jornada laboral. Algunos echaban a caminar, otros, entraban en sus automóviles y permanecían allí, quietos, al volante, en la ilusión de estar conduciendo. Lo más ágiles lograban encender el motor y avanzar unos metros hasta que chocaban, muy levemente, con el coche siguiente.

Las energías habían disminuido hasta límites alarmantes. Sólo unos pocos caminaban levantando los pies del suelo apenas unos centímetros, mientras que, los más, los arrastraban pesadamente y respiraban con dificultad.

Alejandro fue quien más acusó tan desoladora visión. No soportaba sentir su cercanía. La sensación de amenaza fue en aumento hasta que se detuvo en seco y anunció su intención de abandonar la marcha, retroceder, parapetarse de nuevo en su refugio. María tuvo que volverse hacia él y darle ánimos otra vez, demostrándole, al aproximarse a un deambulador, que eran absolutamente inofensivos. Sólo si llamaba su atención giraban apenas la cabeza para lanzar una de aquéllas miradas ausentes, con esos ojos hundidos en rostros cadavéricos. Pero eso era todo. Ni siquiera se detenían. Después de ese leve gesto -el único indicador de vida, de percepción de un mundo exterior- continuaban su camino de forma inexorable.

Ante la demostración, Alejandro reanudó la marcha.

El sol ya estaba en lo alto, calentando cuerpos que, ahora sí, empezaban a oler y sobre los que zumbaban ávidos enjambres de moscas. La escena más horrible la protagonizó un perro vagabundo alimentándose en el estómago de un hombre tirado en mitad de la acera. Esquivaron aquel tramo y continuaron, sin silbar, sin mediar palabra, no ya atentos, sino absortos cada cual en sus pensamientos, pues la imagen de ese perro con el rostro ensangrentado y comiendo apaciblemente había hecho mella en el ánimo de los dos.

Pero quizá lo peor fue el propio gesto del perro. Los deambuladores no llamaban su atención en absoluto, como si también pudiera percibir instintivamente esa ausencia de vitalidad. Fue ante Alejandro y María que el animal se irguió, meneó el rabo y les obsequió con una de esas miradas cordiales, ávidas de amistad, que sólo los perros de baja condición social, los chuchos callejeros, sin raza, ni linaje y habituados a la mala vida, saben lanzar. En realidad era un perro simpático. Pequeño, delgado, de pelaje amarillo y sucio, con el hocico negro y una de las empinadas orejas recortada por un mordisco. Si aquello hubiese sido una película de terror, en vez del chucho habrían tropezado con un cánido de aire satánico. Les habría gruñido diabólicamente o tal vez perseguido por toda la ciudad hasta que, en un acto heroico, le habrían dado muerte. Habrían acabado con el mal e instaurado el bien. Pero se trataba sólo de un perro alimentándose de carne.

María no pudo sino recordar la larga disertación con la que Alejandro la ilustró, durante la cena, sobre ese fondo primordial a partir del cual se construye una civilización, o incluso el pensamiento. Nada más que carne. Células invadiendo células que a su vez serían invadidas por otras células. Un hombre muerto era vida en otro estado y alimento y vida para un perro, al cual, su propio organismo, envejeciendo en el mismo ejercicio de alimentarse, le devoraba por dentro. Vida diseñada, absurdamente, para vivir. Sistemas estables pero en vías de extinción.

Había algo espeluznante en todo ello, y no era tanto la visión de un perro alimentándose directamente del estómago de un hombre muerto -se trataba sólo de la hora del almuerzo-, como el hecho de tomar conciencia, de pronto, de las leyes naturales que latían ocultas tras de cada producto artificial. ¡Cuánta inocencia en la imagen del perro! La estabilidad de la vida humana no era sino una ficción, y María había vivido cómodamente instalada en ella. Resultaba descorazonador. Hacía que una pregunta saltara al primer plano de su pensamiento: ¿Para qué, entonces? El sentido de las cosas, de lo más aparentemente necesario, se diluía ante la imagen del perro leída a través de los ojos de Alejandro. En ese instante, María cayó en la cuenta de cómo lo que antes consideraba de vital importancia se fue disipando de su vida hasta anularse. No había sido una acción premeditada. Ocurrió sin que ella lo advirtiera, y sólo al final del proceso se daba perfecta cuenta de hasta qué punto era otra María. ¿Más real que la anterior? En parte, sí. Tenía la impresión de haber vivido instalada en la irrealidad, como si no hubiera tomado contacto jamás con el suelo. Vivir dentro de un pensamiento enfocado siempre hacia cosas externas. Y en estos días sucedía como si tal pensamiento hubiera vuelto a su morada poco a poco, lentamente, hasta reinstalarse en sí mismo.

Y a pesar de ello... ¿para qué? Nada tenía sentido ante la visión del perro sorprendido en la hora de su almuerzo, ni siquiera el desconcierto que suscitaba tenía una finalidad. Tal vez -de decía- esa pregunta no tuviera respuesta.

Absorta en sus pensamientos, se había adelantado unos metros con respecto a Alejandro. Ya no silbaban juntos, ni compartían impresión alguna sobre los inauditos hechos que tenían lugar a su alrededor. Caminaban en silencio.

Alejandro la observaba, cargando la mochila con los sacos de dormir a través de la ciudad, como una montanista fuera de lugar, absurda. Era, a su modo, otro de los elementos desquiciados, como acoplados violentamente a una realidad que los repelía y, a la vez, debía tolerarlos.

Pasaba ella en ese momento junto a una parada de autobús, compuesta por un techado de cristal sostenido por dos paneles laterales que hacían las veces de vayas publicitarias. Él advirtió algo extraño en dichos paneles. No habría pasado de una mera anécdota de no ser porque el mismo suceso se repetía en todas partes, doquiera que proyectara la vista. Tuvo que llamar varias veces la atención de María para que ésta detuviera su acelerado paso y se girara hacia él.

-¡Mira! -exclamó, señalando las vayas publicitarias de la parada.

De inmediato no advirtió nada extraño, pero en el segundo punto señalado por Alejandro reconoció una rareza que se repetía. Allí, en las enormes vayas situadas paralelamente a un edificio, tampoco había publicidad. Ni tampoco en otras instaladas más adelante, en una edificación antigua, de mediana altura, ni adosada a los laterales de una cabina telefónica. Ni tan siquiera había letras en los rótulos de las tiendas que recorrían los bajos de los edificios hasta el final de la calle.
Caminaron hasta salir a una ancha avenida, céntrica, donde eran abundantes los comercios, y una vez allí corroboraron la repetición del fenómeno. En efecto, el bombardeo habitual de señales audiovisuales había desaparecido, como una extraña ausencia que animaba el desasosiego. En su lugar, espacios en blanco, casillas vacías que destacaban su carácter paradójico: el hecho de apuntar a algo que debería estar, sin que tal cosa estuviera efectivamente.

María meditó un momento. Necesitaba conectar aquel fenómeno disparatado a su descubrimiento acerca de la naturaleza del punto rojo y el efecto que sobre las personas tenía su visionado.

-Creo que esto es parte del mismo juego -dijo al fin.

-¿Te refieres a la hipnosis?

-Me refiero -prosiguió ella- al complejo mecanismo capaz de hipnotizar a la gente. No faltan los carteles publicitarios, ni los letreros de las tiendas, sólo falta el mensaje, el contenido, las señales. Es como la emisión continua del punto rojo, pues en el fondo, no es completa ausencia, sino que señala un fantasma, un vacío que está por llenar. La intención es clara: es ausencia señalándose a sí misma.

A medida que María lanzaba su hipótesis, Alejandro advertía cómo las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar para formar lo que por el momento sólo era una visión fragmentaria, sin una apoteosis final capaz de explicar el todo. Y aunque sus palabras eran congruentes con respecto a su anterior descubrimiento, aún quedaban muchos factores sobre los cuales arrojar luz, como por ejemplo el hecho de que alguien se hubiera dedicado a eliminar solamente las letras, los mensajes, la información, dejando el espacio en blanco. Que alguien hubiera realizado esta labor con tamaña perfección, tan rápidamente y por toda la ciudad, era inconcebible, so pena que tuviera a su disposición una tecnología futurista. ¿Cómo? ¿Por qué? Esta era la incógnita más desesperante.

Reanudaron la marcha. El fenómeno se repetía una y otra vez. Incluso las marcas de todos los vehículos habían sido arrancadas y las señales de dirección, borradas. Los desperfectos de la ciudad se habían ocasionado por la falta absoluta de mantenimiento, pero para llevar a cabo semejante labor era necesario un trabajo activo, intencionado, humano, organizado, repetido y visible.

Él acusó la nueva sorpresa con un acceso de cansancio que le hizo desplomarse sobre un portal. Una vez acomodado propuso adelantar la hora de descanso. María accedió, pues a parte del shock sentía también los pies ligeramente magullados por el roce de las botas.

Justo enfrente de ellos había una gran superficie comercial. Igualmente faltaba el rótulo. Sólo ciertos individuos entraban y salían, moviendo sus pies pesadamente como si tuvieran que levantar cien kilos del suelo cada vez. El aspecto demacrado de sus rostros desalentaba a los que ya se perfilaban como los únicos supervivientes.

Abrieron las mochilas y sacaron dos bocadillos. Comieron sin mediar palabra, cada cual absorto en sí mismo. La necesidad de una explicación lógica se mezclaba con una cierta sensación de inanidad. En realidad -pensaba María- ese fenómeno no sólo no encajaba perfectamente con el anterior, sino que se convertía en otro cabo suelto, sin medida, otra constante a tener en consideración que se sumaba al resto sin por ello suponer un descubrimiento útil.

Terminaron de comer y antes de partir fumaron dos cigarros. Lo hicieron parsimoniosamente, todavía sentados en el portal. A sus pies comenzaba a llegar el agua pútrida que escapaba de una alcantarilla.
Alejando rompió el silencio:

-Sólo podrían haberlo hecho de un golpe empleando un ejército. Una movilización rápida, planificada de antemano, capaz de ejecutarse en una noche mientras toda la ciudad duerme.

-Y qué. También parecen necesarios meses de trabajo para construir la fortaleza de la montaña, y ni tú y ni recordamos el proceso. Apareció de la noche a la mañana, como todo lo demás. Así que... qué más da. Pudieron estar haciéndolo delante de nuestros ojos durante mucho tiempo sin que nos diésemos cuenta. ¿Cuántas veces no habrás visto, mientras caminas, grupos de operarios haciendo esto o aquello? Y en realidad nunca sabes qué coño pretenden. Das por sentado que es normal, que son reestructuraciones, pero nunca te interesas por saber quién las ordena, por qué se están ejecutando ni a qué finalidad atienden. Igual sucede con la fortaleza. Quizá los camiones que transportaban las piezas hacia la montaña pasaron por delante de tus narices mil veces, Quizá incluso nosotros, desde la asesoría, contabilizamos las piezas, su precio, la fecha de compra, registramos el nombre de las empresas implicadas... Cada día, a cada momento, pero para ti sólo eran camiones, números, letras, órdenes de alguien, un deber. Durante toda nuestra vida no hemos colaborado sino en fragmentos, y ahora, de pronto, pretendemos saberlo todo. ¿Y qué me dices de la gente? También es probable que el punto rojo no sea algo que apareció de pronto, sino que su emisión comenzara a pequeñas dosis, hace ya muchos años, a ciertas horas, y tal vez lo tuviste enfrente sin darle mayor importancia. Nuestro entorno cambia continuamente, vemos parcelas de realidad y damos por sentado que cada cosa es lógica, que está en su lugar, pero cada cierto tiempo levantas la vista y hay algo distinto, y todo cambia sin que advirtamos el proceso que lo hace posible.

Después de aquéllas palabras Alejandro no dijo nada, limitándose a reflexionarlas por sí mismo. En efecto, desde esa perspectiva resultaba inconcebible conocer el plan maestro, el diseño o el molde a partir del cual se elaboraba el conjunto, la intención subyacente a la realidad toda. Cada perspectiva no aparecía delante de sus ojos sino como una ilusión, un fantasma sin valor, sin soporte físico ni solidez. Al igual que ella tuvo la impresión de haber vivido siempre en el corazón de un sueño, desplazándose por zonas incompletas, haciendo equilibrismo por pedazos de cuerda sin ver siquiera en qué extremos está sujeta, saltando de una a otra en cuanto el tramo se cortaba, sin preguntarse por qué estaba el recorrido dispuesto de tal modo.

Aquel pensamiento sí que resultaba desalentador, pues sólo apuntaba a una cosa: la necesidad vital de integrar los cambios. Quizá esa fuera la única solución plausible. La realidad, a su alrededor, había cambiado, pero si bien es cierto que ahora no lograba asimilarla, antes de producirse la mutación tampoco llegó a comprenderla. Simplemente no se preguntó en qué consistía. De haberlo hecho -pensaba ahora- se habría tropezado con idénticos dilemas, vuelto siempre hacia un callejón sin salida, viendo retazos, escorzos, sin poder conectarlos entre sí para que estos arrojaran algún sentido sobre un conjunto difuso y en realidad solamente presupuesto a partir de las mismas piezas y su misma inconexión.

El cielo se fue poblando de nubarrones.

La ciudad se oscureció, como si repentinamente una mano invisible y eficaz la hubiera cubierto con el manto de la noche, y lo que comenzó siendo una leve llovizna pronto se transformó en tormenta.

Decidieron reanudar el camino bajo el espesor del agua, ya que la ropa era impermeable y las botas de montaña lo suficientemente herméticas. Giraron hacia una ancha calle a cuyos lados se levantaban bloques de edificios estatales. Parecían gigantes de ladrillo vigilando a través de cientos de ojos rectangulares y simétricamente alineados. En algunos tramos el asfalto de la carretera se había deteriorado y de entre las grietas emergía una vegetación salvaje que levantaba ya unos centímetros del suelo. El aspecto era de abandono absoluto, y a este aire se sumaba la ausencia total de personas. El sonido de la lluvia estrellándose contra el suelo se añadía monótonamente al silencio imperante.

Arreció la tormenta hasta el punto de dificultar la visibilidad.

De entre el manto espeso y blanquecino apareció lentamente la silueta de un hombre. Casi no pudieron distinguirla. Se asemejaba a la aparición de un espectro traslúcido, un alma en pena vagando solitaria entre el mobiliario urbano. Pero a medida que se aproximaba a ellos el contorno iba siendo más nítido y los detalles aparecían progresivamente. Era un deambulador. La expresión de su cara y sus ojos proyectados en una búsqueda de lo incierto, así lo indicaban. Vestía con un traje elegante, empapado, sucio y desgarrado en la manga derecha. La corbata negra con líneas azules, torcida y con el nudo a la altura del pecho. Y estaba tan delgado que parecía un milagro el que todavía pudiera mantenerse en pie.

Pasaron a su altura intentando apartar la vista de aquel moribundo saco de huesos, pero un gesto les llamó la atención. Se detuvo junto a uno de los árboles de tronco retorcido y ramas peladas que flanqueaban la avenida, e inclinó la cabeza hacia el suelo. Se detuvieron a unos metros de él, esperando una futura reacción. No sabían distinguir si estaba a punto de desplomarse o si, absorto, meditaba alguna cuestión. Permaneció en esa postura unos segundos, y al cabo, levantó la cabeza, la giró y se les quedó mirando fijamente.

En efecto, el hombre se había percatado de la presencia de Alejandro y María. Esto significaba todo un acontecimiento, pues era la primera vez que veían a un deambulador hacer un gesto más allá del trance hipnótico. Después, caminó muy despacio hacia ellos. Alejandro retrocedió unos pasos, prudente ante las posibles consecuencias. María, aunque también sintió deseos de alejarse, se quedó quieta, más motivada por la curiosidad.

El hombre era de su misma estatura. Apenas si había medio metro de distancia entre ellos. Su rostro se había transfigurado. Reflejaba, es cierto, incertidumbre, pero ahora volcada hacia sí mismo, su ubicación en aquel punto, su raída indumentaria, como si no pudiera dar crédito a su propia presencia. Ya no buscaba algo fuera situado delante de sí, sino que se investigaba, mirando ora su ropa, ora sus manos, y luego a María. Sus ojos denotaban incredulidad al proyectarse sobre los de ella, como si fuera la otra quien tuviera que darle una explicación. Finalmente, María retrocedió situándose a la altura de Alejandro, buscando su compañía instintivamente. La intranquilizaba no saber qué sucedería a continuación.

El hombre, cuyo rostro era más bien el de una calavera recubierta por una fina capa de blanca piel, continuaba lanzándoles aquella mirada de incredulidad mientras las gotas de agua descendían desde su pelo canoso, deslizándose por los surcos e irregularidades de su faz, goteando al acumularse en mentón y barbilla. Sus labios se agitaban, temblorosos, como si intentara articular palabras con un órgano entumecido que previamente debiera ejercitar. Al principio sonaba casi como el balbuceo tímido de un bebé, pero a medida que practicaba, su mensaje se volvía inteligible:

-¿Dónde estoy?

Calibraron la situación. Aun sin tener claras sus intenciones, parecía inofensivo. Incluso si intentaba agredirles, dado la evidente debilidad del hombre, no tendrían ningún problema para defenderse. Recortaron la distancia que les separaba, interesados. Pero el hombre, súbitamente, cayó de rodillas al suelo, después de que estas le temblaran. Saltaba a la vista que sus fuerzas no eran suficientes para mantenerlo en pie. Al primer contacto contra la baldosa se escuchó el crujido de un hueso. Un chasquido seco y repentino. Pero no emitió sonido alguno de dolor. Descendieron e intentaron mantenerlo erguido sosteniéndolo de las axilas, lo que resultaba inútil ante su insistencia de recostarse, buscando quizá un minuto de descanso, así que lo dejaron cuidadosamente boca arriba.

Alejandro le sostenía la cabeza y María intentaba protegerle de la lluvia extendiendo su anorak impermeable. De su boca emanaba un finísimo hilo de sangre que se diluía en el rostro mojado.

-Prefiero descansar -dijo el hombre. No merece la pena seguir adelante. ¿No lo creen ustedes así?

María, que lo escuchaba con atención, movió la cabeza afirmativamente a la vez que limpiaba una sangre cada vez más abundante.

-Yo lo veo así -continuó. Por más que caminemos nunca llegamos adonde pretendemos -sus labios se torcieron en una mueca extraña similar a una sonrisa que no pudo completar- Ni siquiera sé hacia dónde voy. ¡Qué coño! No lo he sabido nunca, así que... ¡Qué importa!

Después de su breve y desconcertante discurso, cerró los ojos.

Alejandro, colocando con suavidad los dedos en su cuello, comprobó que aún tenía pulso. Su respiración era pausada, como la de alguien que duerme.

Ambos se miraron intranquilos.

-No podemos dejarlo aquí -dijo él.

María estaba de acuerdo. De pronto, y aun rodeados de un inexorable proceso de muerte, los había invadido un sentimiento humanitario.

Estaban cerca de su destino, pues sólo tenían que atravesar ese barrio periférico, el último que pertenecía a la ciudad y lindaba con el río, pero se desviaron en busca de algún artilugio que hiciera de remolque.

Alejandro cedió su equipaje a María y cargó al hombro con el moribundo a través de una estrecha calle al final de la cual había un pequeño establecimiento abandonado de alimentación. En la misma puerta encontraron una carretilla con tres ruedas y una superficie de madera de un metro cuadrado. Apartaron las cajas de fruta podrida y tumbaron cuidadosamente al hombre como si lo hicieran sobre una camilla de hospital. María se quitó el impermeable y lo utilizó a modo de manta.

Se disponían a empujarlo cuando el otro advirtió que el pecho del paciente ya no se inflaba siquiera tan levemente como antes. Los peores pronósticos se cumplieron: había muerto. Se quedaron un momento en silencio, de pie frente a la carretilla, observando el cadáver, más por perplejidad que respeto.

Nada en él resultaba espeluznante. En verdad parecía más bien como si después de un largo camino estuviera por fin descansando. Relajado, yacía con una expresión benigna.

-Quizá es así como han terminado todos -dijo ella- Un leve despertar y después la muerte.

Alejandro asintió. Ella recuperó su impermeable y emprendieron el camino dejando al cadáver sobre la superficie de madera.

Sus piernas colgaban ridículamente por la parte delantera de la carretilla.

Salieron del estrecho callejón hasta la misma avenida anterior, y desde allí a otra donde se levantaba un hospital abandonado. Era una gran mole de ladrillo, rectangular, austera, en cuya cumbre el rótulo había desaparecido y la cruz que lo coronaba estaba partida y colgaba peligrosamente hacia el suelo meneándose al son del viento. Varias ambulancias permanecían estacionadas, sin conductor, con las puertas traseras abiertas y dejando ver en su interior material de urgencia. La mayoría de ventanas no tenían cristales debido al fuerte vendaval que se había desatado. Las cortinas blancas hondeaban violentamente, como sacudidas por espasmos, y del interior escapaba un olor a difunto que ni el viento era capaz de arrastrar inmediatamente.

Hicieron ese recorrido a toda velocidad, movidos por esa visión espeluznante.

Lo que había sido un lugar de cura, se asemejaba ahora a un camposanto en donde la vida se extinguía en vez de ser animada. Su sola presencia provocaba escalofríos por esa certidumbre que en forma de olor era expuesta a la luz del día.

Después de ese tramo, un diminuto parque para niños, donde los árboles habían sido arrancados de cuajo y la estructura metálica de las piezas para el recreo chirriaba al ser zarandeada con violencia de izquierda a derecha. De tanto en tanto algún hierro salía despedido en la misma dirección del viento. Con tamaña fuerza soplaba que estuvieron tentados a buscar refugio, pero al salir del parque, detrás de la vegetación, ya se vislumbraba la ancha carretera de varios carriles, atestada de vehículos, que conectaba con el puente.

Aun entre el espesor de la lluvia, cuyo manto blanquecino entorpecía cada vez más la visión, pudieron descubrir que, en efecto, estaban cercados.

Caminaron despacio entre los coches, en la mayoría de los cuales yacía algún conductor todavía aferrado al volante, y al cabo se plantaron a los pies mismos de un muro de unos ocho metros de altura que cortaba en el principio del moderno puente de hierro.