viernes, 27 de marzo de 2009

Capítulo Cuarto





IV





El río que atravesaba la región, dividiéndola prácticamente en dos simétricas mitades, era de gran caudal y se bifurcaba para confluir de nuevo después de un recorrido paralelo de varios kilómetros. Justo en ese espacio de tierra dividido por ambos tramos del río se levantaba la ciudad, que podía ser considerada como una isla con dos salidas a través de largos puentes. Escogieron la que quedaba hacia el norte, por estar más próxima a la casa de Alejandro, a pesar de lo cual, por quedar ésta casi en el centro mismo, tendrían que recorrer un largo trecho.

Se proveyeron de todo lo necesario, pues cabía la posibilidad de que el viaje se prolongara durante días -dependiendo de si estaban cercados o no- o quizá incluso que no volvieran jamás.

Alejandro, en otro tiempo, había sido aficionado a la acampada. Era un montañista de fines de semana en excursiones organizadas con un numeroso grupo de urbanitas adeptos a la evasión ocasional, así que desempolvaron su viejo equipo compuesto por linternas de gas, hornillos, sacos de dormir, dos amplias mochilas para transportar la comida enlatada, una navaja multiusos, unos viejos prismáticos que adquirió con la intención de investigar animales en su hábitat, un machete, una brújula, velas, cerillas, cuantos mecheros pudieron recolectar en el refugio de un fumador empedernido, ropa impermeable y de abrigo, no obstante cómoda para caminar, y botas especiales. Antes de salir revisaron repetidas veces la lista. Alejandro leía, y María confirmaba.

Al cerrar la puerta del apartamento él confesó sus últimas dudas. Un escalofrío recorrió su cuerpo al hacerse cargo del peligro que entrañaba abandonar la seguridad de lo que había transformado, a fuerza de provisiones y cerrojos adicionales, en una plaza fuerte. Pero respiró profundo y por fin giró la única llave que automáticamente corría todos los cerrojos de una vez.

Se giró, hizo un gesto a María, confirmando su última decisión, y descendieron los pisos del edificio alumbrados por la linterna de gas. Ambos, envueltos en la penumbra, entre las sombras recortadas que proyectaba el candil, sentían su corazón bombear con fuerza. Era como si en cada oquedad acechara alguna clase de mal.

Cuando salieron a la calle apenas si había comenzado a amanecer, pero ya se advertían con suficiencia los primeros síntomas de claridad, por lo que la luz artificial era innecesaria. Habían acordado no caminar de noche, primero para racionalizar el gas, y segundo para evitar peligros innecesarios, de modo que intentarían aprovechar al máximo las horas de luz.

En el plan, trazado con dos horas de antelación, durante la noche y a la luz de una vela, todo debía estar milimétricamente organizado, incluso el tiempo de los descansos que harían cada tres horas si el cuerpo aguantaba, pues Alejandro había abandonado su vida de deportista esporádico hacía mucho tiempo, y María era, hasta la fecha, una persona absolutamente sedentaria, acostumbrada a un vehículo propio que nunca utilizaba en la ciudad, sustituyéndolo por ese mismo transporte público que ahora se sumaba al gigantesco y silencioso atasco.

A esa hora las calles aún estaban vacías. Lo único que de tanto en tanto les producía un sobresalto era tropezarse con uno de aquéllos cadáveres avisados por Alejandro. En efecto, cada vez su número era mayor. Eran recientes, sin haber entrado todavía en proceso de putrefacción, pero así y con todo esas siluetas inanimadas, sin vida ni expresión, huesudas -pues habían muerto de hambre- resultaban espeluznantes. Podían encontrárselos entre dos vehículos aparcados, sobre la carretera, en mitad de la calle o atascando la puerta de un edificio. Uno de ellos, se fijaron, una mujer de avanzada edad, de rostro agrietado y melena gris estropajada, permanecía con la espalda apoyada contra la pared de un edificio, la desdentada boca entreabierta y los ojos como platos. Junto a ella un carro de compra. María se preguntó si sería aquella anciana de la charcutería. Sin meditar su acción, se detuvo a su altura y le cerró los párpados.

A medida que hacían el camino se fueron habituando a la presencia de los cadáveres. Aunque habían elegido el trayecto más directo hacia el puente, se vieron forzados a desviarse en varias ocasiones a causa de calles en las que el acceso resultaba imposible por la cantidad de vehículos amontonados, por obras sin terminar que dejaban profundos socavones o avenidas enteras anegadas de agua debido a una sistema de alcantarillado sin mantenimiento, incapaz de filtrar las últimas lluvias. El olor a agua estancada, pútrida, resultaba insoportable, por lo que tuvieron que cubrirse hasta la mitad del rostro con pañuelos.

Hacían el camino atentos, ojo avizor a las ventanas de los edificios, pues sopesaron la posibilidad de descubrir gente en su misma situación que quizá quisiera sumarse a la marcha. Esta idea les había llenado de esperanza, pero horas más tarde se disipó ante la evidencia de una ciudad solitaria, muda, abandonada.

De vez en cuando Alejandro silbaba alguna canción popular, tal vez -pensaba María- para disipar el silencio. Al identificar el tono, le seguía. La esporádica música hacía más llevadera la caminata.

A pesar de las primeras oleadas de gente que fueron apareciendo -todos deambuladores, como pudieron comprobar- el silencio se mantuvo. Fueron puntuales, siguiendo el rito de la inercia. Salían a la calle justo cuando comenzaba la jornada laboral. Algunos echaban a caminar, otros, entraban en sus automóviles y permanecían allí, quietos, al volante, en la ilusión de estar conduciendo. Lo más ágiles lograban encender el motor y avanzar unos metros hasta que chocaban, muy levemente, con el coche siguiente.

Las energías habían disminuido hasta límites alarmantes. Sólo unos pocos caminaban levantando los pies del suelo apenas unos centímetros, mientras que, los más, los arrastraban pesadamente y respiraban con dificultad.

Alejandro fue quien más acusó tan desoladora visión. No soportaba sentir su cercanía. La sensación de amenaza fue en aumento hasta que se detuvo en seco y anunció su intención de abandonar la marcha, retroceder, parapetarse de nuevo en su refugio. María tuvo que volverse hacia él y darle ánimos otra vez, demostrándole, al aproximarse a un deambulador, que eran absolutamente inofensivos. Sólo si llamaba su atención giraban apenas la cabeza para lanzar una de aquéllas miradas ausentes, con esos ojos hundidos en rostros cadavéricos. Pero eso era todo. Ni siquiera se detenían. Después de ese leve gesto -el único indicador de vida, de percepción de un mundo exterior- continuaban su camino de forma inexorable.

Ante la demostración, Alejandro reanudó la marcha.

El sol ya estaba en lo alto, calentando cuerpos que, ahora sí, empezaban a oler y sobre los que zumbaban ávidos enjambres de moscas. La escena más horrible la protagonizó un perro vagabundo alimentándose en el estómago de un hombre tirado en mitad de la acera. Esquivaron aquel tramo y continuaron, sin silbar, sin mediar palabra, no ya atentos, sino absortos cada cual en sus pensamientos, pues la imagen de ese perro con el rostro ensangrentado y comiendo apaciblemente había hecho mella en el ánimo de los dos.

Pero quizá lo peor fue el propio gesto del perro. Los deambuladores no llamaban su atención en absoluto, como si también pudiera percibir instintivamente esa ausencia de vitalidad. Fue ante Alejandro y María que el animal se irguió, meneó el rabo y les obsequió con una de esas miradas cordiales, ávidas de amistad, que sólo los perros de baja condición social, los chuchos callejeros, sin raza, ni linaje y habituados a la mala vida, saben lanzar. En realidad era un perro simpático. Pequeño, delgado, de pelaje amarillo y sucio, con el hocico negro y una de las empinadas orejas recortada por un mordisco. Si aquello hubiese sido una película de terror, en vez del chucho habrían tropezado con un cánido de aire satánico. Les habría gruñido diabólicamente o tal vez perseguido por toda la ciudad hasta que, en un acto heroico, le habrían dado muerte. Habrían acabado con el mal e instaurado el bien. Pero se trataba sólo de un perro alimentándose de carne.

María no pudo sino recordar la larga disertación con la que Alejandro la ilustró, durante la cena, sobre ese fondo primordial a partir del cual se construye una civilización, o incluso el pensamiento. Nada más que carne. Células invadiendo células que a su vez serían invadidas por otras células. Un hombre muerto era vida en otro estado y alimento y vida para un perro, al cual, su propio organismo, envejeciendo en el mismo ejercicio de alimentarse, le devoraba por dentro. Vida diseñada, absurdamente, para vivir. Sistemas estables pero en vías de extinción.

Había algo espeluznante en todo ello, y no era tanto la visión de un perro alimentándose directamente del estómago de un hombre muerto -se trataba sólo de la hora del almuerzo-, como el hecho de tomar conciencia, de pronto, de las leyes naturales que latían ocultas tras de cada producto artificial. ¡Cuánta inocencia en la imagen del perro! La estabilidad de la vida humana no era sino una ficción, y María había vivido cómodamente instalada en ella. Resultaba descorazonador. Hacía que una pregunta saltara al primer plano de su pensamiento: ¿Para qué, entonces? El sentido de las cosas, de lo más aparentemente necesario, se diluía ante la imagen del perro leída a través de los ojos de Alejandro. En ese instante, María cayó en la cuenta de cómo lo que antes consideraba de vital importancia se fue disipando de su vida hasta anularse. No había sido una acción premeditada. Ocurrió sin que ella lo advirtiera, y sólo al final del proceso se daba perfecta cuenta de hasta qué punto era otra María. ¿Más real que la anterior? En parte, sí. Tenía la impresión de haber vivido instalada en la irrealidad, como si no hubiera tomado contacto jamás con el suelo. Vivir dentro de un pensamiento enfocado siempre hacia cosas externas. Y en estos días sucedía como si tal pensamiento hubiera vuelto a su morada poco a poco, lentamente, hasta reinstalarse en sí mismo.

Y a pesar de ello... ¿para qué? Nada tenía sentido ante la visión del perro sorprendido en la hora de su almuerzo, ni siquiera el desconcierto que suscitaba tenía una finalidad. Tal vez -de decía- esa pregunta no tuviera respuesta.

Absorta en sus pensamientos, se había adelantado unos metros con respecto a Alejandro. Ya no silbaban juntos, ni compartían impresión alguna sobre los inauditos hechos que tenían lugar a su alrededor. Caminaban en silencio.

Alejandro la observaba, cargando la mochila con los sacos de dormir a través de la ciudad, como una montanista fuera de lugar, absurda. Era, a su modo, otro de los elementos desquiciados, como acoplados violentamente a una realidad que los repelía y, a la vez, debía tolerarlos.

Pasaba ella en ese momento junto a una parada de autobús, compuesta por un techado de cristal sostenido por dos paneles laterales que hacían las veces de vayas publicitarias. Él advirtió algo extraño en dichos paneles. No habría pasado de una mera anécdota de no ser porque el mismo suceso se repetía en todas partes, doquiera que proyectara la vista. Tuvo que llamar varias veces la atención de María para que ésta detuviera su acelerado paso y se girara hacia él.

-¡Mira! -exclamó, señalando las vayas publicitarias de la parada.

De inmediato no advirtió nada extraño, pero en el segundo punto señalado por Alejandro reconoció una rareza que se repetía. Allí, en las enormes vayas situadas paralelamente a un edificio, tampoco había publicidad. Ni tampoco en otras instaladas más adelante, en una edificación antigua, de mediana altura, ni adosada a los laterales de una cabina telefónica. Ni tan siquiera había letras en los rótulos de las tiendas que recorrían los bajos de los edificios hasta el final de la calle.
Caminaron hasta salir a una ancha avenida, céntrica, donde eran abundantes los comercios, y una vez allí corroboraron la repetición del fenómeno. En efecto, el bombardeo habitual de señales audiovisuales había desaparecido, como una extraña ausencia que animaba el desasosiego. En su lugar, espacios en blanco, casillas vacías que destacaban su carácter paradójico: el hecho de apuntar a algo que debería estar, sin que tal cosa estuviera efectivamente.

María meditó un momento. Necesitaba conectar aquel fenómeno disparatado a su descubrimiento acerca de la naturaleza del punto rojo y el efecto que sobre las personas tenía su visionado.

-Creo que esto es parte del mismo juego -dijo al fin.

-¿Te refieres a la hipnosis?

-Me refiero -prosiguió ella- al complejo mecanismo capaz de hipnotizar a la gente. No faltan los carteles publicitarios, ni los letreros de las tiendas, sólo falta el mensaje, el contenido, las señales. Es como la emisión continua del punto rojo, pues en el fondo, no es completa ausencia, sino que señala un fantasma, un vacío que está por llenar. La intención es clara: es ausencia señalándose a sí misma.

A medida que María lanzaba su hipótesis, Alejandro advertía cómo las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar para formar lo que por el momento sólo era una visión fragmentaria, sin una apoteosis final capaz de explicar el todo. Y aunque sus palabras eran congruentes con respecto a su anterior descubrimiento, aún quedaban muchos factores sobre los cuales arrojar luz, como por ejemplo el hecho de que alguien se hubiera dedicado a eliminar solamente las letras, los mensajes, la información, dejando el espacio en blanco. Que alguien hubiera realizado esta labor con tamaña perfección, tan rápidamente y por toda la ciudad, era inconcebible, so pena que tuviera a su disposición una tecnología futurista. ¿Cómo? ¿Por qué? Esta era la incógnita más desesperante.

Reanudaron la marcha. El fenómeno se repetía una y otra vez. Incluso las marcas de todos los vehículos habían sido arrancadas y las señales de dirección, borradas. Los desperfectos de la ciudad se habían ocasionado por la falta absoluta de mantenimiento, pero para llevar a cabo semejante labor era necesario un trabajo activo, intencionado, humano, organizado, repetido y visible.

Él acusó la nueva sorpresa con un acceso de cansancio que le hizo desplomarse sobre un portal. Una vez acomodado propuso adelantar la hora de descanso. María accedió, pues a parte del shock sentía también los pies ligeramente magullados por el roce de las botas.

Justo enfrente de ellos había una gran superficie comercial. Igualmente faltaba el rótulo. Sólo ciertos individuos entraban y salían, moviendo sus pies pesadamente como si tuvieran que levantar cien kilos del suelo cada vez. El aspecto demacrado de sus rostros desalentaba a los que ya se perfilaban como los únicos supervivientes.

Abrieron las mochilas y sacaron dos bocadillos. Comieron sin mediar palabra, cada cual absorto en sí mismo. La necesidad de una explicación lógica se mezclaba con una cierta sensación de inanidad. En realidad -pensaba María- ese fenómeno no sólo no encajaba perfectamente con el anterior, sino que se convertía en otro cabo suelto, sin medida, otra constante a tener en consideración que se sumaba al resto sin por ello suponer un descubrimiento útil.

Terminaron de comer y antes de partir fumaron dos cigarros. Lo hicieron parsimoniosamente, todavía sentados en el portal. A sus pies comenzaba a llegar el agua pútrida que escapaba de una alcantarilla.
Alejando rompió el silencio:

-Sólo podrían haberlo hecho de un golpe empleando un ejército. Una movilización rápida, planificada de antemano, capaz de ejecutarse en una noche mientras toda la ciudad duerme.

-Y qué. También parecen necesarios meses de trabajo para construir la fortaleza de la montaña, y ni tú y ni recordamos el proceso. Apareció de la noche a la mañana, como todo lo demás. Así que... qué más da. Pudieron estar haciéndolo delante de nuestros ojos durante mucho tiempo sin que nos diésemos cuenta. ¿Cuántas veces no habrás visto, mientras caminas, grupos de operarios haciendo esto o aquello? Y en realidad nunca sabes qué coño pretenden. Das por sentado que es normal, que son reestructuraciones, pero nunca te interesas por saber quién las ordena, por qué se están ejecutando ni a qué finalidad atienden. Igual sucede con la fortaleza. Quizá los camiones que transportaban las piezas hacia la montaña pasaron por delante de tus narices mil veces, Quizá incluso nosotros, desde la asesoría, contabilizamos las piezas, su precio, la fecha de compra, registramos el nombre de las empresas implicadas... Cada día, a cada momento, pero para ti sólo eran camiones, números, letras, órdenes de alguien, un deber. Durante toda nuestra vida no hemos colaborado sino en fragmentos, y ahora, de pronto, pretendemos saberlo todo. ¿Y qué me dices de la gente? También es probable que el punto rojo no sea algo que apareció de pronto, sino que su emisión comenzara a pequeñas dosis, hace ya muchos años, a ciertas horas, y tal vez lo tuviste enfrente sin darle mayor importancia. Nuestro entorno cambia continuamente, vemos parcelas de realidad y damos por sentado que cada cosa es lógica, que está en su lugar, pero cada cierto tiempo levantas la vista y hay algo distinto, y todo cambia sin que advirtamos el proceso que lo hace posible.

Después de aquéllas palabras Alejandro no dijo nada, limitándose a reflexionarlas por sí mismo. En efecto, desde esa perspectiva resultaba inconcebible conocer el plan maestro, el diseño o el molde a partir del cual se elaboraba el conjunto, la intención subyacente a la realidad toda. Cada perspectiva no aparecía delante de sus ojos sino como una ilusión, un fantasma sin valor, sin soporte físico ni solidez. Al igual que ella tuvo la impresión de haber vivido siempre en el corazón de un sueño, desplazándose por zonas incompletas, haciendo equilibrismo por pedazos de cuerda sin ver siquiera en qué extremos está sujeta, saltando de una a otra en cuanto el tramo se cortaba, sin preguntarse por qué estaba el recorrido dispuesto de tal modo.

Aquel pensamiento sí que resultaba desalentador, pues sólo apuntaba a una cosa: la necesidad vital de integrar los cambios. Quizá esa fuera la única solución plausible. La realidad, a su alrededor, había cambiado, pero si bien es cierto que ahora no lograba asimilarla, antes de producirse la mutación tampoco llegó a comprenderla. Simplemente no se preguntó en qué consistía. De haberlo hecho -pensaba ahora- se habría tropezado con idénticos dilemas, vuelto siempre hacia un callejón sin salida, viendo retazos, escorzos, sin poder conectarlos entre sí para que estos arrojaran algún sentido sobre un conjunto difuso y en realidad solamente presupuesto a partir de las mismas piezas y su misma inconexión.

El cielo se fue poblando de nubarrones.

La ciudad se oscureció, como si repentinamente una mano invisible y eficaz la hubiera cubierto con el manto de la noche, y lo que comenzó siendo una leve llovizna pronto se transformó en tormenta.

Decidieron reanudar el camino bajo el espesor del agua, ya que la ropa era impermeable y las botas de montaña lo suficientemente herméticas. Giraron hacia una ancha calle a cuyos lados se levantaban bloques de edificios estatales. Parecían gigantes de ladrillo vigilando a través de cientos de ojos rectangulares y simétricamente alineados. En algunos tramos el asfalto de la carretera se había deteriorado y de entre las grietas emergía una vegetación salvaje que levantaba ya unos centímetros del suelo. El aspecto era de abandono absoluto, y a este aire se sumaba la ausencia total de personas. El sonido de la lluvia estrellándose contra el suelo se añadía monótonamente al silencio imperante.

Arreció la tormenta hasta el punto de dificultar la visibilidad.

De entre el manto espeso y blanquecino apareció lentamente la silueta de un hombre. Casi no pudieron distinguirla. Se asemejaba a la aparición de un espectro traslúcido, un alma en pena vagando solitaria entre el mobiliario urbano. Pero a medida que se aproximaba a ellos el contorno iba siendo más nítido y los detalles aparecían progresivamente. Era un deambulador. La expresión de su cara y sus ojos proyectados en una búsqueda de lo incierto, así lo indicaban. Vestía con un traje elegante, empapado, sucio y desgarrado en la manga derecha. La corbata negra con líneas azules, torcida y con el nudo a la altura del pecho. Y estaba tan delgado que parecía un milagro el que todavía pudiera mantenerse en pie.

Pasaron a su altura intentando apartar la vista de aquel moribundo saco de huesos, pero un gesto les llamó la atención. Se detuvo junto a uno de los árboles de tronco retorcido y ramas peladas que flanqueaban la avenida, e inclinó la cabeza hacia el suelo. Se detuvieron a unos metros de él, esperando una futura reacción. No sabían distinguir si estaba a punto de desplomarse o si, absorto, meditaba alguna cuestión. Permaneció en esa postura unos segundos, y al cabo, levantó la cabeza, la giró y se les quedó mirando fijamente.

En efecto, el hombre se había percatado de la presencia de Alejandro y María. Esto significaba todo un acontecimiento, pues era la primera vez que veían a un deambulador hacer un gesto más allá del trance hipnótico. Después, caminó muy despacio hacia ellos. Alejandro retrocedió unos pasos, prudente ante las posibles consecuencias. María, aunque también sintió deseos de alejarse, se quedó quieta, más motivada por la curiosidad.

El hombre era de su misma estatura. Apenas si había medio metro de distancia entre ellos. Su rostro se había transfigurado. Reflejaba, es cierto, incertidumbre, pero ahora volcada hacia sí mismo, su ubicación en aquel punto, su raída indumentaria, como si no pudiera dar crédito a su propia presencia. Ya no buscaba algo fuera situado delante de sí, sino que se investigaba, mirando ora su ropa, ora sus manos, y luego a María. Sus ojos denotaban incredulidad al proyectarse sobre los de ella, como si fuera la otra quien tuviera que darle una explicación. Finalmente, María retrocedió situándose a la altura de Alejandro, buscando su compañía instintivamente. La intranquilizaba no saber qué sucedería a continuación.

El hombre, cuyo rostro era más bien el de una calavera recubierta por una fina capa de blanca piel, continuaba lanzándoles aquella mirada de incredulidad mientras las gotas de agua descendían desde su pelo canoso, deslizándose por los surcos e irregularidades de su faz, goteando al acumularse en mentón y barbilla. Sus labios se agitaban, temblorosos, como si intentara articular palabras con un órgano entumecido que previamente debiera ejercitar. Al principio sonaba casi como el balbuceo tímido de un bebé, pero a medida que practicaba, su mensaje se volvía inteligible:

-¿Dónde estoy?

Calibraron la situación. Aun sin tener claras sus intenciones, parecía inofensivo. Incluso si intentaba agredirles, dado la evidente debilidad del hombre, no tendrían ningún problema para defenderse. Recortaron la distancia que les separaba, interesados. Pero el hombre, súbitamente, cayó de rodillas al suelo, después de que estas le temblaran. Saltaba a la vista que sus fuerzas no eran suficientes para mantenerlo en pie. Al primer contacto contra la baldosa se escuchó el crujido de un hueso. Un chasquido seco y repentino. Pero no emitió sonido alguno de dolor. Descendieron e intentaron mantenerlo erguido sosteniéndolo de las axilas, lo que resultaba inútil ante su insistencia de recostarse, buscando quizá un minuto de descanso, así que lo dejaron cuidadosamente boca arriba.

Alejandro le sostenía la cabeza y María intentaba protegerle de la lluvia extendiendo su anorak impermeable. De su boca emanaba un finísimo hilo de sangre que se diluía en el rostro mojado.

-Prefiero descansar -dijo el hombre. No merece la pena seguir adelante. ¿No lo creen ustedes así?

María, que lo escuchaba con atención, movió la cabeza afirmativamente a la vez que limpiaba una sangre cada vez más abundante.

-Yo lo veo así -continuó. Por más que caminemos nunca llegamos adonde pretendemos -sus labios se torcieron en una mueca extraña similar a una sonrisa que no pudo completar- Ni siquiera sé hacia dónde voy. ¡Qué coño! No lo he sabido nunca, así que... ¡Qué importa!

Después de su breve y desconcertante discurso, cerró los ojos.

Alejandro, colocando con suavidad los dedos en su cuello, comprobó que aún tenía pulso. Su respiración era pausada, como la de alguien que duerme.

Ambos se miraron intranquilos.

-No podemos dejarlo aquí -dijo él.

María estaba de acuerdo. De pronto, y aun rodeados de un inexorable proceso de muerte, los había invadido un sentimiento humanitario.

Estaban cerca de su destino, pues sólo tenían que atravesar ese barrio periférico, el último que pertenecía a la ciudad y lindaba con el río, pero se desviaron en busca de algún artilugio que hiciera de remolque.

Alejandro cedió su equipaje a María y cargó al hombro con el moribundo a través de una estrecha calle al final de la cual había un pequeño establecimiento abandonado de alimentación. En la misma puerta encontraron una carretilla con tres ruedas y una superficie de madera de un metro cuadrado. Apartaron las cajas de fruta podrida y tumbaron cuidadosamente al hombre como si lo hicieran sobre una camilla de hospital. María se quitó el impermeable y lo utilizó a modo de manta.

Se disponían a empujarlo cuando el otro advirtió que el pecho del paciente ya no se inflaba siquiera tan levemente como antes. Los peores pronósticos se cumplieron: había muerto. Se quedaron un momento en silencio, de pie frente a la carretilla, observando el cadáver, más por perplejidad que respeto.

Nada en él resultaba espeluznante. En verdad parecía más bien como si después de un largo camino estuviera por fin descansando. Relajado, yacía con una expresión benigna.

-Quizá es así como han terminado todos -dijo ella- Un leve despertar y después la muerte.

Alejandro asintió. Ella recuperó su impermeable y emprendieron el camino dejando al cadáver sobre la superficie de madera.

Sus piernas colgaban ridículamente por la parte delantera de la carretilla.

Salieron del estrecho callejón hasta la misma avenida anterior, y desde allí a otra donde se levantaba un hospital abandonado. Era una gran mole de ladrillo, rectangular, austera, en cuya cumbre el rótulo había desaparecido y la cruz que lo coronaba estaba partida y colgaba peligrosamente hacia el suelo meneándose al son del viento. Varias ambulancias permanecían estacionadas, sin conductor, con las puertas traseras abiertas y dejando ver en su interior material de urgencia. La mayoría de ventanas no tenían cristales debido al fuerte vendaval que se había desatado. Las cortinas blancas hondeaban violentamente, como sacudidas por espasmos, y del interior escapaba un olor a difunto que ni el viento era capaz de arrastrar inmediatamente.

Hicieron ese recorrido a toda velocidad, movidos por esa visión espeluznante.

Lo que había sido un lugar de cura, se asemejaba ahora a un camposanto en donde la vida se extinguía en vez de ser animada. Su sola presencia provocaba escalofríos por esa certidumbre que en forma de olor era expuesta a la luz del día.

Después de ese tramo, un diminuto parque para niños, donde los árboles habían sido arrancados de cuajo y la estructura metálica de las piezas para el recreo chirriaba al ser zarandeada con violencia de izquierda a derecha. De tanto en tanto algún hierro salía despedido en la misma dirección del viento. Con tamaña fuerza soplaba que estuvieron tentados a buscar refugio, pero al salir del parque, detrás de la vegetación, ya se vislumbraba la ancha carretera de varios carriles, atestada de vehículos, que conectaba con el puente.

Aun entre el espesor de la lluvia, cuyo manto blanquecino entorpecía cada vez más la visión, pudieron descubrir que, en efecto, estaban cercados.

Caminaron despacio entre los coches, en la mayoría de los cuales yacía algún conductor todavía aferrado al volante, y al cabo se plantaron a los pies mismos de un muro de unos ocho metros de altura que cortaba en el principio del moderno puente de hierro.

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