II
Después de casi un mes de encierro decidió que debía saber qué estaba sucediendo realmente. ¿Qué fue de Alejandro Boj, compañero de trabajo y única persona de su confianza?
Cuando todo el mundo comenzó a comportarse de forma extraña en la oficina -ya sin luz y frente a ordenadores en los que seguían tecleando a pesar de que en sus pantallas sólo hubiese un enorme punto rojo- Alejandro fue el único que continuó mostrando ser una persona “normal”. Hablaron sobre ello. Él también estaba profundamente preocupado. Decía que su novia Marta, así como su familia, estaba aquejada de la misma dolencia. Y también había escuchado voces de alarma en la radio.
María decidió un día no volver más a esa oficina, pues le producía auténtico pánico permanecer encerrada entre compañeros modificados por la infección. Por tal motivo perdió el contacto con este chico. Por otra parte, él no había intentado contactar con ella, pero tal vez continuaba sano y permanecía parapetado en su casa, atenazado por el miedo e incapaz de poner un pie en la calle.
Todo ello era algo que debía saber con certeza. Además comenzaba a hacerse imprescindible sentir una presencia realmente humana. En su seguro encierro, casi había olvidado cómo era el sonido de su propia voz. De tanto en tanto hablaba en alto consigo misma frente al espejo sólo para sentir un poco de compañía y ejercitar las cuerdas vocales.
Armándose de valor tomó la decisión de salir a la calle, atizada por la hipótesis de una remisión. Pero enseguida descubrió que la ciudad continuaba sumergida en una absoluta ausencia de normalidad. No había electricidad. Los conductores permanecían al volante de sus coches a pesar de que hubiesen agotado la gasolina. Al final de la calle había un guardia dirigiendo... ¿qué tráfico? Y al fijarse más detenidamente descubrió que los peatones continuaban con sus viajes absurdos. Eran, en su jerga única y privada, deambuladores. Al principio fue sobrecogida por el pánico, pues se sintió rodeada por una amenaza silenciosa y letal, pero haciendo acopio de valentía empezó a caminar entre ellos.
Nada le hacían. Ni siquiera le dirigían la mirada. Sus pupilas, negras y profundas. Mirarlas era asomarse al borde de un precipicio sin fondo. En realidad había vida allí. Los rostros eran igualmente expresivos. Pero seguían siendo absurdos, irreales, como si les hubieran extirpado el fundamento, como si caminaran ingrávidos, movidos por una sutil brisa imperceptible.
Continuó la travesía. Dobló la esquina de su calle y se adentró más en la ciudad. Algunas zonas estaban desiertas. Estas, aun en ausencia de deambuladores, le producían más terror, de modo que aceleraba el paso. Pero esto no solucionaba nada, pues enseguida se veía rodeada por todos ellos. El nerviosismo fue poseyéndola. Finalmente echó a correr, mas al cabo de unos minutos le faltó el aire y se detuvo resollando.
¿Qué ocurría? Era desquiciante. La ciudad estaba muerta literalmente y ellos continuaban ahí. Ya absolutamente enajenada fue hacia un chico joven, quieto en la parada del autobús que nunca llegaría, y le gritó a la cara. Este se giró hacia ella con un ademán brusco y la miró fijamente. Una mirada como la de aquélla cajera, como la de sus compañeros de trabajo. Se quedó helada. Su cuerpo, petrificado por el influjo de esas pupilas. ¿Poder? ¿Sugestión? ¿Cómo saberlo? Se alejó unos pasos del joven sin perderlo de vista, pues temía una reacción violenta. Pero éste permaneció inmóvil. Sólo giró de nuevo la cabeza, vista al frente, como esperando ese autobús.
Silencio.
Un silencio atronador en las calles. Sólo se escuchaba el crujido de los pies contra el suelo. Pasos de nadie. Por fin se giró y continuó su camino alejándose progresivamente del chico. De tanto en tanto volvía la vista atrás para comprobar que no la seguía. Y en efecto continuaba allí, estoico.
Otra cuestión la asaltó. Si los supermercados estaban totalmente vacíos, siendo casi imposible encontrar comida... ¿de qué se alimentaban? ¿También reunían reservas en sus casas? Esa era una tesis improbable, pues ellos habían hecho suya la calle y por tanto no existía motivo alguno para almacenar provisiones. Ellos no se escondían de nada. ¿Habría más gente parapetada en los edificios, como ella, asustados ante el inaudito fenómeno? Pero no se atrevía a llamar a los timbres, a estar a solas, frente a frente, con un deambulador en un apagado rellano, a pesar de que todos los indicios apuntaban a una naturaleza inofensiva.
Algo espeluznante le ocurrió al pasar frente a una pajarería. A pesar de la falta de luz en el escaparate pudo ver en su interior a la dependienta, una chica delgada y alta de pelo rubio y aspecto demacrado. Llevaba en la mano una bolsa de pienso. Se acercó a una de las jaulas de cristal, la abrió y sacó un puñado de pienso que dejó caer sobre el cadáver de un cachorro de perro. Éste era apenas visible dado que lo cubría una montaña de bolitas marrones. Miró las otras jaulas. Todos los animales estaban muertos -algunos ya habían empezado a descomponerse- pero ella seguía alimentándolos mecánicamente. Por horrible que fuera la escena la curiosidad pudo más, por lo que aún se quedó unos minutos frente al escaparate. La dependienta cerró la jaula y se dirigió a una esquina de la tienda. Allí colocó una garrafa debajo de un grifo, lo abrió y así estuvo el tiempo que supuestamente tardaba en llenarse la garrafa. Supuestamente, porque nada caía en ella. Cerró el grifo, volvió a las jaulas he hizo el gesto de llenar los bebederos. Estos no sólo estaban vacíos, sino secos. Así habían ido muriendo poco a poco todos animales, deshidratados. Y Maria estaba segura de que cuando se acabara el pienso de las bolsas la dependienta continuaría introduciendo su mano en ellas y sacando puñados imaginarios. Entretanto insistiría con la terquedad de un deambulador en enterrar los cadáveres en su propio alimento.
La dependienta se alejó otra vez del escaparate, cogió una escoba y salió a la calle. Barrió el portal, tarea que probablemente llevaba a cabo todos los días, pues ciertamente ese trozo estaba impoluto. Al tener la puerta abierta el hedor que despedían los animales muertos se extendió hasta la posición de María. Llegó incluso a marearse debido a la insoportable pestilencia. Se alejó rápida de allí mientras que la dependienta continuaba barriendo el portal, como si nada.
En otra calle la asaltó el mismo hedor a carne en estado de putrefacción. Esta vez se trataba de una gigantesca carnicería. A través del escaparate presenció otra escena insólita. Al carnicero aún le quedaba mercancía. Poca, pero la suficiente como para atraer enjambres de moscas que pululaban alrededor buscando su ración y servir de criadero a millones de gusanos que se retorcían sobre la superficie rojiza. Una viejecita entró en la tienda y cogió un ticket, pese a que era la única clienta. Miraba la pantalla digital apagada esperando que apareciera su número, y después de varios minutos en esa posición levantó el brazo y dijo: “me toca”. Los movimientos se llevaban adelante con precisión maquinal. Pidió, y el carnicero, con ademán profesional, hundió ambas manos en uno de aquéllos trozos de carne, lo colocó encima de la madera, lo troceó e hizo el gesto de envolverlo en papel, cosa imposible porque había gastado sus provisiones. Así que tal cual estaba la carne la depositó en las manos de la viejecita, quien acto seguido la introdujo en su carro de la compra. Salió satisfecha y se perdió entre los demás peatones.
¿Realmente pensaba comerse esa carne? Quizá no, se dijo María. Visto lo visto lo más probable es que llegara a su destino, diera media vuelta y repitiera la absurda operación. Quizá lo que faltaba en la carnicería lo portaba ella en el abultado carro.
Al lado de este establecimiento una frutería. Las pocas piezas de fruta se pudrían en las cajas. Y al final de la calle, alzando la vista, podía verse la superestructura en la montaña, en el pico más alto, con sus empinadas antenas arañado un cielo nublado que barruntaba lluvia.
Seguro que todo se estaba cociendo allí.
¿Cómo había podido aparecer semejante construcción de la noche a la mañana? Quizá no fue así. ¿Cuántas veces no se había encontrado, de pronto, con un edificio de reciente construcción donde sólo recordaba un solar lleno de escombros, o peor aún, uno de esos viejos edificios medio derruido, abandonado? “En las ciudades -pensaba- siempre sucede de la misma manera”. Igual que la infección o mutación de los habitantes. Quizá la epidemia venía de atrás, gestándose paulatinamente, primero uno, luego diez, después cien y al cabo de un mes, miles, pero... ¿quién se fija en estas cosas? Ella era la primera que igual al resto del mundo caminaba por la calle pensando en sus quehaceres, sin mirar a nadie directamente a los ojos. Entraba en los establecimientos esperando sólo el trato frío entre ella y los empleados, con el dinero y la máquina de códigos como único mediador. Quizá incluso en la oficina llevaba tiempo sucediendo y ni se percató de ello.
El punto rojo en todos los aparatos eléctricos fue la señal definitiva, y esos gritos horribles. Para entonces ella había advertido muchas anomalías. Maria y Alejandro ya intercambiaban secretas opiniones al respecto, pero todavía no habían tenido la profunda conversación en la que se revelaron mutuamente sus temores. Eso fue cuando en las pantallas de ordenador apareció el punto rojo, la oficina se bañó de esa luz semejante a la del infierno y los gritos se instalaron como sonido permanente además del frenético aporrear de teclas. El suministro de luz se cortó antes que el de agua. Pero este llegó poco después. Un día estuvo clarísimo que sucedía algo extraordinario. Entonces en una de las últimas emisiones de la radio destacaron la súbita presencia de la superestructura. Fue cuando ella se asomó a la ventana y la descubrió presidiendo la ciudad.
Ahora recordaba una de las voces que dijo haberse aproximado hasta el lugar para investigar, pero aunque la rodeó completamente no halló acceso alguno a su interior, sólo un altísimo muro de hormigón -dijo que de unos ocho metros de altura- en el que tampoco había cámaras de vigilancia instaladas. Y remarcó: ¡No habían puertas! Una especie de desnudo y frío hormigón solamente, una estructura de la que despuntaban torres sin ventanas. No vio actividad alrededor del muro cuyo perímetro tardó varias horas en recorrer.
Nunca nadie sobre el muro, patrullando, ni en lo que tal vez fueran las terrazas de las que emergían las poderosas antenas. Ni técnicos ni militares. Nadie. ¿Cómo entraban y salían? La voz propuso la idea de los túneles. También dijo haberse recorrido medio monte buscando posibles salidas ocultas, algún indicio que corroborara la teoría más segura. Pero nada. Sin embargo -pensaba María- debían de ser túneles, pues tampoco había visto helicópteros posados sobre las terrazas. Estos debían de recorrer cientos de kilómetros por el subsuelo, por lo que los accesos a la superestructura quedarían muy retirados de la montaña o incluso de la ciudad.
Tal vez la fabricación llevó meses y cientos de máquinas estuvieron talando árboles y plantando hormigón delante de los ojos generalmente ausentes de los ocupados ciudadanos. Quizá lo sabían todos y hasta se había publicado en los periódicos... ¿o no? Mas lo cierto es que María no escuchó nada al respecto ni se asomó a la ventana para corroborar que la sierra continuaba ahí -cómo pensar que alguna vez no estaría-, intacta, con su superficie arbolada como la velluda epidermis de la tierra y en invierno sus copas de nieve reflejando los rayos de sol, refulgiendo.
Lo más increíble es que todo eso hubiera estado desarrollándose frente a la mirada distraída de miles de personas. Y otra vez la pregunta... ¿quién estaba detrás?
La ciudad. La gente. Todo sucede siempre igual. Las cosas cambian, mutan. Los edificios, las plazas, barriadas completas. A veces se habla de ello. Otras no. Y todo el mundo lo sabe cuando ya ha sucedido. Existe como una especie de mano invisible que lo va cambiando todo de lugar, con disimulo, celeridad y sin pausas hasta transformar el entorno, haciéndolo irreconocible. Sólo cuando dicho entorno ha mutado de manera total cae uno en la cuenta.
Con respecto al suceso se negaba a pensar que fuera una mano invisible, un virus, una bacteria o una súbita mutación humana. Alguien estaba detrás y controlaba el proceso de cambio desde la superestructura de hormigón. Esos lamentos tras el fondo negro emitidos desde el punto rojo eran el origen, y su audición había hecho enloquecer al personal. Ahí debía de estar la raíz. Gritos y luces. Algún efecto hipnótico. Para tal propósito eran vitales las antenas de la estructura. Esa explicación tenía sentido. Además, para asegurarse el efecto habían logrado mediante avanzadísimas tecnologías que los aparatos se encendiesen solos. ¿Cómo no iban a conseguirlo?
María, pese a la natural curiosidad, no soportaba los gritos, pero seguro que los demás se quedaron horas y horas frente al punto rojo intentando descifrar su significado o tal vez absortos, y fue entonces cuando cayeron presas de sus estrategias y artimañas. Igual en la pantalla del ordenador. Y la radio, cuando cesaron las voces amigas también se colapsaron de esos gritos. No importaba hacia dónde girara el dial. Lamentos hipnóticos de los que ella se había protegido sin saberlo.
Y aquélla mole era el centro neurálgico de todo. Pero... ¿para qué? ¿Para robar la energía? Esa era una hipótesis poco probable. Nadie se hizo con los alimentos. Fueron gastándose o pudriéndose. Si nada funcionaba era porque nadie lo estaba haciendo funcionar. ¿Y qué sacaban provechoso de la gente? ¿Qué conseguían habiéndola convertido en deambuladores, en objetos sin sentido alguno? Estaba segura de que le faltaban muchos detalles, muchas piezas del rompecabezas. Y seguro que la respuesta era sencilla y lógica. Pero... ¿qué?
El sol se ocultaba detrás del horizonte de edificios y la casa de Alejandro estaba lejos, al otro lado de la ciudad. Aunque había comprobado hasta qué punto eran inofensivos los deambuladores -quizá estas personas eran más inocuas que en circunstancias normales-, la idea de la oscuridad la llenó de nerviosismo, así que aceleró el paso.
Pensó que no quería seguir observando el perturbador comportamiento de la gente. Sin embargo le resultaba imposible no analizarlos. Deseaba ponerle palabras a ese halo misterioso que los envolvía. Un hombre de mediana edad caminaba hacia ella. La acera era tan ancha que al cruzárselo -calculó a ojo- quedaría a una distancia de tres metros. Casi en contra de su instinto protector -ahora pesaba más el de la curiosidad- se acercó al centro de la acera para tenerlo más cerca al pasar junto a él. Ya su altura se le quedó mirando fijamente al rostro.
Ninguna cara es absolutamente inexpresiva y pudo comprobarlo. Ningunos ojos vivos e insertados en un cuerpo móvil dicen el vacío típico de los cadáveres. Los ojos muertos son bolitas brillantes que se confunden con, por ejemplo, un cojinete o una de esas canicas con las que antes jugaban los niños en el patio del colegio. Estos ojos estaban vivos y también el rostro. Además de ese absurdo ya intuido, de esa falta de realidad total, había un suplemento. Se acercó más todavía al siguiente transeúnte. Lo bueno es que ni reparaban en su presencia, pese a que ella se quedara mirándolos con descaro. Si uno solo le hubiera devuelto repentinamente el gesto sin duda se habría paralizado por el miedo. Pero tal cosa no ocurrió.
¿Qué era ese algo? Varias personas después lo supo: una suerte de incertidumbre sin objeto. Un deseo de algo. ¡Ya lo tenía! Era como si todos ellos permanecieran a la expectativa de una cosa. Pero no cosa concreta sino indefinida. ¿Se puede estar a la expectativa de algo que no se sabe qué es? Falta de realidad, de fundamento, y ciega expectativa, ambas cosas interrelacionadas.
Una vez que creyó haber conocido ambas el círculo pareció cerrarse, pero ahora eran inseparables. En un rostro una mueca no dice esto y otra aquello, sino que los detalles percibidos se unen en una faz desvelada. “Por eso -se dijo- parecen faltos de vida”. No es que de hecho lo estuvieran. Pero casi uno podía alzarse con el derecho de proclamar tal cosa si antes no se fijaban bien. Hacía falta un escrutinio tal y como el que María, superando el miedo, había llevado a término. Tampoco se podía decir que contuvieran vida en escasa proporción. No se trataba de ausencia, de cantidad ni de grados de intensidad vital. La sensación que en ella producían y la cual había logrado encuadrar en palabras nada tenía que ver con escalas o jerarquías. Más bien era como si estuvieran a punto de vivir.
Esa era una idea difícil de concebir y María comprendía por qué. No era ausencia ni tampoco vida plena. No era vida, pero sí lo era. Expectativa de vida. Quizá -continuó meditando- era cosa suya, sugestión. A fin de cuentas ella se veía a sí misma tal y como siempre, pues aún no había sido infectada. Era lógico -creyó- que los considerara un paso previo a ella. Pero en realidad ellos ya habían vivido normalmente. Acaso no era un paso previo a la vida, sino a la muerte.
Ese pensamiento le produjo escalofríos. Visto desde esa perspectiva se podría decir que lo que generalmente ha de suceder en un lapso de tiempo absolutamente ínfimo, indiscernible, ahora se estaba tomando una larga temporada. Lo que nunca es percibido por el hombre, por fin a la vista de una sola persona. Estaban mal nutridos. La ropa sucia. ¿No terminarían muriendo? Tal vez un suicidio masivo, silencioso, involuntario, inducido por imperceptibles emisiones lanzadas desde la fortaleza.
Ahora las probabilidades se amontonaban. La claridad de los primeros pensamientos se fue disipando dado a las mil direcciones que podían seguirse a partir del descubrimiento inicial: irrealidad y expectativa ciega. Y otro pensamiento más horrible: ¿Quién le aseguraba a ella no terminar infectada? Los días transcurrían y sentía vivo su cuerpo, pero... ¿cuánto duraría esa situación? De ser alguna especie de radiaciones hipnóticas -o alguna cosa física, tangible, biológica- transmitidas en el sonido de los gritos y la visión del punto rojo... ¿no resultaba absurdo parapetarse detrás de una puerta blindada? Las radiaciones viajan por el aire, igual que los virus. Ella no entendía ni de una cosa ni de la otra. Pero lo básico estaba en su haber, como el sedimento de una sabiduría popular forjada en imágenes del mundo.
Ante esta clase de infecciones nadie está realmente a salvo. Ellos, los deambuladores, parecían inofensivos, pero... ¿y lo que les convirtió en eso? Otra pregunta más inquietante: si había finalizado el proceso de infección -cosa que era imposible determinar-, ¿qué la mantuvo a salvo? ¿Suerte, genética, cuestión de ángulo y posición? ¿Un rayo que no la alcanzó porque pasó entre su cerebro y el mueble de la cocina, por ejemplo? Ella había escuchado los gritos, visto el punto rojo, bebido la misma agua, respirado el mismo aire, comido lo mismo... ¿por qué? Suerte -concluyó. No podía ser más que una simple cuestión de azar.
Las incógnitas se amontonaban. De pronto una hipótesis esperanzadora. Al segundo siguiente, pánico a ser sepultada en vida, infectada, perder la noción de sí, como esos pseudo zombis, esos sonámbulos caídos en desgracia.

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