viernes, 27 de marzo de 2009

Capítulo Tercero




III



Tocó el timbre y esperó. Al otro lado del interfono, nadie. No solamente necesitaba escuchar palabras humanas, sino compartir todas esas impresiones. Quizá -había llegado a pensar- Alejandro sabía algo, estaba en posesión de algún detalle que no había llegado a sus oídos, capaz de arrojar luz sobre todos los otros acontecimientos. Pero a medida que transcurrían los segundos e insistía en el timbre, fue perdiendo la esperanza. Por fin:

-¿Quién?

El corazón le dio tal vuelco que al principio ni atinó a hablar. Las palabras se le amontonaban en la boca como hacía un momento los pensamientos e hipótesis.

Ese “¿quién?” había sido pronunciado con rudeza, como por alguien que permanece a la defensiva. Buena señal.

-Soy María.

A continuación, un prolongado silencio al otro lado del interfono. Era lógico que Alejandro desconfiara de todos, así que insistió. Estaba tan llena de alegría que no pensaba dejar escapar esa oportunidad.

Escuchó los leves sonidos del auricular descolgándose amplificados por el altavoz, pero esta vez no hubo ninguna voz al otro lado.

-Soy María Montes Escudero, de la oficina. ¿No te acuerdas? Nos conocemos de la oficina -repetía- Busco a Alejandro Boj. Vamos, nos conocemos. De la oficina.

¿Qué más podía decir? Se le ocurrió al instante:

-Estoy sana si es lo que temes. Te lo juro, me encuentro perfectamente. Vamos, por favor, Alejandro. Soy María Montes Escudero, de la oficina. Abre por favor. Estoy sana. No estoy infectada. No tengas miedo.

Así estuvo un rato largo hasta que escuchó que colgaban el auricular, entonces desistió. La euforia dio paso a un estado de frustración tal que los ojos se le llenaron de lágrimas. No expresaban la inutilidad del camino recorrido ni el miedo que había sentido, sino la impotencia. Se había dicho que estaba sola, pero no lo había experimentado tan agudamente hasta ese momento. Ahora lo sabía con certeza. Esa pesadilla no acabaría nunca, y ya jamás habría contacto con un ser humano. Tendría que asumir esa insoportable soledad. Mas volvió a escuchar la voz:

-¿De verdad estás bien? ¿No estás infectada?

Se precipitó sobre el altavoz, colocando su boca muy pegada a las rejillas metálicas, como si unos centímetros de distancia fueran a tener la capacidad de tergiversar las palabras y dar al traste con aquélla oportunidad:

-Te lo juro, Alejandro, no estoy infectada.

Por fin, después del forcejeo verbal, lleno de silencios, desconfianza, esperanza y frustración, la enorme puerta metálica se abrió.

Alejandro vivía en el décimo piso -aunque ni mucho menos se trataba de uno de los edificios más altos de la ciudad- por lo que llegó exhausta, jadeando. Llamó al timbre y escuchó cómo corrían los cerrojos. Al otro lado de la puerta, envuelto en la penumbra, estaba Alejandro. Sostenía una pequeña vela casi consumida y en la mano derecha un pedazo de cañería de plomo. ¡Hasta ese punto desconfiaba! Su figura era fantasmal, así, situada en algún punto entre la luz y la oscuridad.

Cuando María quiso entrar todavía recibió la orden tajante de detenerse. Le acercó la vela al rostro y lo estudió con atención, después, alejó la vela y se quedó quieto unos segundos, dudando, durante los cuales María también estudió la triste estampa que ofrecía Alejandro. Su aspecto era demacrado. Siempre había estado delgado, pero en su rostro ahora se marcaban mucho más los huesos. Además era de facciones duras, por lo que la impresión que recibió María era la de estar frente a un cadáver. La tenue luz de la vela, flameante, remarcaba aún más estos rasgos. Tenía la nariz larga y el mentón afilado. Los pómulos, muy redondos, altos y sobresalientes, y su pelo moreno, en juego con el color natural de su piel -en realidad ahora estaba pálido-, enmarañado. Los ojos, asomando detrás de las gafas de montura negra y gruesos cristales, parecía que iba a salírsele de sus órbitas. Los tenía inyectados en sangre, sin duda debido a largas noches de insomnio.

Por fin le permitió entrar. María no puso ninguna objeción a los rigurosos controles, pues ella habría hecho exactamente lo mismo.

Fue detrás de él hasta el salón, guiándose por la débil luz de la vela a través del estrecho pasillo. Iba en bata y zapatillas. María observaba su espalda. Alejandro abultaba justo la mitad que antes. Incluso con la ropa puesta los huesos de la columna eran evidentes, así como la redondez de los omoplatos. Durante ese breve trayecto no intercambiaron palabras.

Ya en el salón Alejandro se disculpó:

-Siento todo esto, pero las circunstancias me obligan.

María le dio su comprensión con un leve movimiento de cabeza.

Durante el camino a casa de Alejandro se había formulado mentalmente mil preguntas que hacerle. Su necesidad de intercambiar palabras, de encontrarse con una persona no infectada, la había llenado de esperanza, a la vez que le angustiaba la posibilidad, muy amplia, de que Alejandro fuera un deambulador. Y sin embargo, ahora que lo tenía delante no fluían las palabras. Sólo las miradas, el comportamiento de él, su aspecto, el control meticuloso, esa expresión en la que cobraba forma algo tan intangible como la desesperación, todos estos elementos, conjugados, se lo habían dicho todo. Aún así se decidió:

-¿Qué ha sido de Marta?

Fue lo primero que se le ocurrió. Alejandro no contesto. Siguió de pie, frente a ella, en silencio. Bajó un poco la cabeza y se quedó mirando el suelo. Eso bastó para que María comprendiera que Marta había corrido la misma suerte que los demás. Quiso consolarlo, pero dudó. Él advirtió el ademán y dijo:

-No te preocupes. No es que lo haya superado. ¡A la vista está que no! Pero me voy acostumbrando. Ya he llorado mucho.

Otra vez el silencio, y Alejandro se giró hacia el televisor, ahora apagado. Estaba encajado en un enorme armario cuyo material simulaba ser madera, bajo las estanterías repletas de libros de informática, contabilidad y algunas novelas, así como discos, películas y algunas figuras de plomo que Marta le había ido regalando, y cuya historia, María, ya conocía.

-Yo tampoco he tenido valor para deshacerme de ella -dijo María.

-Es extraño que no lo hayamos hecho. Enseguida se encenderá y comenzarán los gritos. Te juro que no me termino de acostumbrar, pese a que me acompañan día y noche. Me deshice de la pantalla de ordenador, y de la radio. Pero no he podido tirarla por la ventana, y es algo que deseo hacer cada vez que se enciende y aparece ese punto rojo.

María se tumbó en uno de los sillones. Estaba justo detrás de ella, y en realidad se desplomó sobre sus cojines, dejándose caer igual que un árbol recién talado. Las tensiones acumuladas durante el corto viaje pasaban factura a su cuerpo, pues se encontraba tan físicamente agotada como si hubiera corrido una maratón. Alejandro dejó la pequeña vela encima de la mesa de cristal que separaba los sillones y tomó asiento. Se inclinó sobre María, le tocó el rostro y dijo:

-Pero... ¡por Dios! Estás bien. Es cierto que estás bien. Había perdido la esperanza de que alguien siguiera… ¿vivo? Creí que era el único.

Ya parecía, pese al aspecto y el trauma, el Alejandro de antes. Le había costado asimilar que la visita era real, pero ahora se comportaba resueltamente.

-Cuéntame -prosiguió-, ¿cómo lo has conseguido?

-¿Cómo lo has conseguido tú?

Hubo un silencio y a continuación ambos rieron a la vez. Ya se había quebrado la tensión entre ellos.

-Es cierto, no lo sé. Entonces, he de suponer que no tienes información para mí.

-No sé absolutamente nada. Esperaba que tú me contaras algo.

Alejandro se acomodó en el sillón.

-Nada. Además, no he tenido valor para salir a la calle. Lo hice los primeros días para proveerme de lo necesario, pero desde entonces estoy aquí encerrado. Todo el mundo fue cambiando, incluso Marta. Fui a su casa, intenté que entrara en razón, pero fue inútil. No me atacó. No parecía hostil, pero... ¿quién sabe? Incluso quise traerla aquí, conmigo, pero fue imposible. He intentado contactar con mi familia, pero ya sabes, los teléfonos... – giró la cabeza y miró hacia las enormes cristaleras del balcón- y esa fortaleza. Seguro que la clave está ahí, pero...

Se interrumpió y se quedó con la mirada perdida en ninguna parte. Actuaba a ráfagas, como si su ánimo creciera y decreciera de un segundo a otro, a medida que los recuerdos encontraban acceso a la conciencia.

-Bueno... ¿y tú? -le espetó Alejandro- Vienes de la calle, dime... ¿crees que esto, sea lo que sea, está remitiendo?

María negó moviendo la cabeza, en silencio.

-¿Por qué no te has deshecho del televisor?

-¿Por qué no lo has hecho tú? -inquirió él.

-Tampoco puedo asimilar su presencia. Esos malditos gritos me despiertan en mitad de la noche, y el salón se baña de rojo. Pero espero que un día se encienda y en vez de ese punto rojo aparezca el rostro de alguien, de un militar, un informador, voces que expliquen qué está pasando, en qué consiste la infección, qué significa la fortaleza, qué relación hay entre ambas cosas, si la epidemia se extiende más allá de esta ciudad, si debemos tomar más precauciones. En fin, espero que alguien nos informe sobre lo que ocurre.

-Por lo mismo sigue aquí. Sabes, no soporto la incertidumbre. No saber nada es lo peor. Antes de estar en esta situación preferiría ver la cara de un dictador amenazándonos con una bomba atómica o con el exterminio absoluto a través de un virus, un ataque tóxico. No me importaría que se tratara de una guerra, de algo que finalmente nos matara a todos, con tal de que fuera una explicación a esto.

Alejandro se levantó pesadamente del sillón, como si arrastrara un gran cansancio, y se dirigió al balcón, que permanecía abierto. María siguió sus pasos y ambos se apoyaron en la baranda de metal, mirando a la calle. Enfrente, a unos kilómetros, la robusta fortaleza presidía la oscuridad de la noche. Las únicas luces artificiales eran las de los gigantescos focos situados a lo largo del perímetro de la muralla que la encerraba. Sus potentes cañones azulados iban de un lado a otro, como nerviosas luciérnagas, inspeccionando continuamente el espacio arbolado que quedaba en derredor.

-Yo tengo una hipótesis. Quizá te parezca increíble, pero es la única que encaja con todo esto -dijo.

María se mostró interesada en conocerla.

-Creo que estamos en cuarentena. Alguna enfermedad nos está asolando y nos han encerrado aquí sin darnos explicación -María no se había planteado tal posibilidad, y sin duda resultaba la más coherente- Ese recinto amurallado esté a rebosar de médicos, científicos, autoridades militares, como en esas películas de epidemias, ya sabes. Aunque no los vemos, están ahí. Esperan a que muramos lentamente. Desde este balcón veo a la gente, a diario, y están cada vez más delgados, como si no se alimentaran. Supongo que no lo hacen. ¿Cuánto tiempo llevan así? Ya he visto algunos morir. Se desploman de pronto ¿Ves aquel? -señaló el cuerpo de un hombre tendido boca abajo. Aunque estaba cerca del edificio María no lo había visto al pasar- Además, de un día para otro falta gente. Los tengo clasificados. Mientras todo esto sucede los científicos de la fortaleza se limitan a estudiarnos. Quieren saber cómo evolucionamos.

-¿Y qué hay del punto rojo y los gritos?

-Eso es fácil de explicar -prosiguió- Lo más terrible es que no es una infección casual, sino inducida. Están probando alguna especie de arma y no tiene nada que ver con virus, bacterias o gases tóxicos. Más bien es una forma de hipnosis, no para hacerse con la voluntad de la gente, sino para matarla poco a poco. Es como esas bombas que, en vez de hacer fuego, joden la electricidad de una ciudad entera, ya sabes. Lo último en armamento. Aquí han debido utilizar algo así porque no solamente nos hemos quedado sin electricidad, sino que además no funciona ninguna otra forma de abastecimiento, ni baterías, ni pilas, nada más allá de las formas primitivas.

- Yo he imaginado cosas parecidas, pero me resultan descabelladas. Ningún país ni ejército puede hacer eso y salir impune. ¿Qué hay de la opinión pública? La de fuera, me refiero.

Alejandro sonrió un poco. Era evidente que ya se había planteado esa inconsistencia y la había solventado:

-¿Crees que le dicen a la gente la verdad? Probablemente han notificado que estamos infectados de... no sé, cualquier cosa. Puedo imaginármelo. Según la versión oficial no nos están matando, sino salvando. Una vez que concluya el experimento irrumpirán en la ciudad con tanques y camiones, recogerán los cadáveres y falsearán las autopsias. La mejor forma de encubrirlo será quemando todos los cuerpos en montones altísimos, so pretexto de acabar con cualquier posibilidad de contagio. Somos cobayas, ratas de laboratorio para preparar alguna guerra. Sé que parece inverosímil, pero... ¿cuántas veces a lo largo de historia no habrán probado armamento con la población de una ciudad?.

María se quedó un momento pensando, y añadió:

-Eso explicaría por qué tú y yo no estamos infectados.

-Claro –continuó él- Hay muchas personas que son inmunes a la hipnosis. Creo que nosotros representamos un claro ejemplo. Y quizá haya más gente así, encerrada en esos pisos, sin atreverse a salir.

-Si eso es cierto... ¿qué crees que harán con nosotros cuando entren a recoger los cadáveres?

Una sola mirada de Alejandro bastó para que María comprendiera, caso de ser cierta su hipótesis, cuál sería el final.

Él sacó un paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo. Ya hacía un año que dejó de fumar, pero en tales circunstancias resultaba absurdo reprimirse. Acepto el ofrecimiento, lo encendió y dio una profunda calada. Tosió un poco, pues había perdido la costumbre, pero enseguida su garganta volvió a adaptarse. Expulsó el humo con lentitud, viendo cómo se disipaba en la inmensidad de una noche iluminada por un vasto manto de estrellas. Tal espectáculo galáctico era más propio del campo que de la ciudad, donde en circunstancias normales la contaminación lumínica mantenía velada la visión del infinito cosmos. Enfrente, la luna llena presidiendo el hermoso espectáculo.

Ante tanta belleza se habría olvidado de todo de no ser por las siguientes palabras de Alejandro:

-No nos dejarán vivir. No sabemos qué ocurre exactamente, pero sabemos, eso sí, que no se trata de una contaminación fortuita. No es la que “ellos”, quienquiera que sean, pueden inventar. Estoy seguro de que habrán previsto casos como el nuestro, y lo primero que harán será buscarnos para asegurarse de que nadie contradice la versión oficial. Nos cazarán como a ratas.

Despuésś de ese comentario, sonrió. Una risa llena de fatalidad y resignación. Cualquiera diría que Alejandro estaba desquiciado, pero lo cierto es que Maria le acompañaba en aquel sentimiento de impotencia. Envueltos en semejante caos no era precisamente Alejandro el extravagante, pese a su descabellada -pero probable- teoría.

La cocina de Alejandro atestiguaba su intención de no salir de casa en mucho tiempo. La comida enlatada se amontonaba en altas pilas dentro y fuera de los armarios, por lo que el origen de su malnutrición apuntaba más a un estado de ánimo que a la falta material de alimentos. Tenía varias bombonas de gas, y el lavadero lo ocupaban garrafas de agua de cinco y ocho litros, además de paquetes de litro y medio y hasta botellines. El fregadero, a rebosar de platos sucios, y María pudo ver algunas cucarachas escapando veloces en cuanto advirtieron la presencia humana, además de moscas que pululaban alrededor de dos bolsas de basura. Iba deshaciéndose de ellas -dijo- lanzándolas desde el balcón a la calle. Antes de que el contenedor estuviese repleto jugaba a hacer diana. La higiene en aquel rincón de la casa era prácticamente nula.

Mientras limpiaba un cazo para calentar pasta, dijo:

-La comida enlatada la inventó el ejército. Las conservas eran una forma de mantener la comida en buen estado, y quizá se remonta, no sé, a Napoleón. Era la mejor manera de proveer a los soldados de alimentos duraderos. Todos los avances, todo lo que en la sociedad se utiliza normalmente, sometido a leyes y estrictos controles por parte del mercado, han sido ideados para ganar alguna guerra. Y si no se han inventado expresamente para la guerra, ésta ha servido a su definitivo desarrollo. Automóviles, teléfonos...

Ella observaba el ajetreo de Alejandro apoyada contra el marco de la puerta mientras fumaba su tercer cigarro. Había sido una auténtica adicta en otro tiempo y ahora el menor de sus males era caer de nuevo en la adicción.

-Absolutamente todo -apostilló-. Las leyes de la sociedad no son un límite, sino un cauce de todo ello para prolongarse. Y no sólo las cosas, sino las palabras, los conceptos, las formas de vivir, de expresarnos. Yo diría que incluso nosotros mismos, nuestra forma de ser y pensar, no es sino el sedimento histórico forjado en la guerra.

-Según tú, entonces, la sociedad es como una batalla.

-Y el instante de la victoria de la que emerge resuena en todas partes. He tenido mucho tiempo para pensar y he llegado a conclusiones -limpiaba los cubiertos que necesitarían para la pasta- He leído algunos libros. Pero en realidad no son tan necesarios. Basta con asomarse al mundo. Yo creo que cada sociedad es fruto de una guerra, y es sociedad sólo en la medida en que dicha guerra consigue cobrar una forma estable, duradera, integrando todo cuanto fue en un tiempo medido, reglándolo, convirtiéndola en ley. Una vez que lo logra, otras fuerzas comienzan a devorarla, a desbordarla.

Prepararon la mesa en el salón, lejos de la suciedad de la cocina. Colocaron los platos, los cubiertos, e incluso Alejandro descorchó una botella de vino del bueno. Del mejor -dijo bromeando- pues no había tenido que pagarlo. No entendía en absoluto de vinos, pero decía que debía de ser excelente, guiándose por el precio que marcaba en el supermercado.

-Es curioso -dijo él mientras realizaba la acción de descorchar-, pero cuando todo cae, incluso el criterio, no hay manera de establecer jerarquías entre las cosas.

Tuvieron que cenar a la luz de las velas. María se permitió bromear, diciendo que aquello parecía una cena romántica. Alejandro sonrió a la broma, pero de pronto sus ojos se quedaron fijos en el plato y su rostro se ensombreció, pues había avivado el recuerdo de tanta gente desaparecida, de modo que su acompañante decidió cambiar de conversación inmediatamente. Se encontraba muy a gusto con Alejandro y no quería estropear esa sensación.

Una catalítica los mantenía a salvo del gélido viento procedente de las montañas heladas. Las velas, la comida, la conversación, el vino, la estufa, habían traído una calidez hogareña que la hizo olvidarse, durante ese lapso de tiempo, de la situación en la que estaban inmersos. Se lo comunicó a Alejandro, y éste le contestó que de tanto en tanto las personas deben evadirse de los problemas, romper sus compromisos con el mundo, cualquiera que sea su magnitud o importancia. Pero otra vez cayó en el silencio. No se aplicaba su propio cuento. María decidió sacarlo del trance.

-Nuestros cubiertos, nuestros platos, la comida, las palabras, nuestra relación amistosa, todo, según tú, es fruto de un conflicto bélico, de una especie de conflicto continuo.

-Sin duda. Y te lo puedo demostrar, si bien tendrás que entender que no soy físico ni matemático, ni sociólogo, ni un soldado. Sólo un pobre ex-contable en una situación anómala.

Sonrió después de decir aquello.

-De acuerdo -le retó María- demuéstramelo.

-Yo pienso que la Historia es el comienzo de todo lo conocido, del ser del hombre y la naturaleza.

-También hay una prehistoria -señaló ella.

-Buena observación. Pero no olvidemos que sólo son cortes metodológicos que realizan los historiadores. ¿En qué se diferencia la historia de la prehistoria, realmente? Sólo en que colocamos el problema un paso más atrás. Y cuando digo Historia no me refiero al hombre, ni a la tierra, sino al Universo entero. Todo tiene una Historia y sólo podemos llegar a esta descubriendo reglas y leyes que la hacen visible, que nos la muestran... ¿me sigues? Sólo avanzamos atrás en el tiempo aplicando principios y, por tanto, extendiendo la Historia.

-Creo que sí, pero tendrás que explicarte mejor.

María estaba realmente interesada en las ideas de Alejandro. Era una nueva faceta. Incluso él mismo la desconocía de sí. Era un auténtico hombre teórico, pero quizá tuvo que quedarse en semejante suspenso, en la inactividad, para descubrirlo.

Alejandro prosiguió:

-Los físicos colocan una gran explosión, el Big-Ban, como origen del universo conocido, del Cosmos, con sus reglas y leyes. La naturaleza animal y vegetal también tiene sus propias leyes, e incluso el hombre, su historia, las tiene, pero éstas últimas son más difíciles de ver. O, más bien, yo diría que las vemos, pero no las podemos fundamentar porque estamos inmersos en nuestro propio proceso. Tendríamos que dejar de ser hombres para ver cuál es nuestro movimiento y lugar en todo este lío universal.

-¿Y qué hubo antes de esa gran explosión?

-Eso, en realidad, no importa. No hay ningún “antes”. Lo importante es que la Historia del Universo está fundada en un acto de violencia absoluto, total. Podríamos llamarlo el Acto de Violencia del que se seguirán todos los demás.

-¿Y por qué no se puede hablar de un “antes?

Alejandro ponía tanto énfasis en exponer su teoría que apenas tocaba el plato de pasta enlatada. Agitaba las manos con vehemencia y su rostro se volvía muy expresivo.

-Porque las nociones de “antes” y “despuésś”, es decir, el tiempo tal y como lo conocemos, el tiempo de Cronos, es lo mismo que la Historia, que el orden, que el Cosmos. El Cosmos sólo tiene sentido desplegado en el tiempo o, en el fondo, son exactamente lo mismo. Descubrir las leyes del tiempo es a la vez descubrir todas las leyes. Las demás dependen de este devenir fundamental y se dan en un espacio, en una extensión, que también funda la Historia.

-Lo que no comprendo es dónde quieres ir a parar.

-Quizá no me esté expresando bien. Tendrás que perdonar mi torpeza. Y sabes. Un ex-contable.

María le sonrió. Apuntó que le parecía muy interesante y que no se detuviera por vergüenza. De hecho -dijo- le parecía una teoría mucho más consecuente que todas las que había escuchado hasta ahora.

-Está bien. Ahora hay que plantear una cuestión... ¿qué es lo que hace imposible la sociedad, con sus reglas, su día a día...? En fin... ¿Qué hace imposible la Historia, qué rompe el orden del tiempo y las cosas?
Tímidamente, respondió:

-Una guerra.

-En efecto -dijo, jubiloso, como cualquier teórico cuando un pupilo le da la respuesta idónea para poder proseguir explayándose- Pero, a su vez, una guerra tiene un objetivo y no se trata de instaurar este orden o aquel, o prolongar una cierta ideología, o establecer unas determinadas relaciones económicas. Todo eso es secundario, es un efecto. Esa es la ilusión en la que se mueve el pensamiento, el hombre, que no es sino el títere de fuerzas ocultas. La guerra tiene su propia lógica y lo único que busca es la victoria. Es un acto mediante el cual algo busca afirmarse sobre otro algo. Pero hay un problema en este cuadro, y es que o bien se consigue la afirmación, y se acaba la guerra, planteándose la cuestión: ¿y ahora qué? o bien se la conduce al extremo, y ambas fuerzas no pueden permanecer así eternamente, en pugna. Es autodestructivo para las propias fuerzas que nos empujan y configuran nuestra realidad. Si no finalizara ese estado acabarían por tragarse a sí mismas, el universo entero, la naturaleza, sin leyes, sin forma, sin tiempo ni espacio, sin Historia, terminaría en un Caos absoluto, en algo engullendo a sí mismo, como un gran agujero negro, una fisura que lo absorbería todo para desintegrarlo, y cuya composición no es otra que aquello mismo que absorbe.

-Es una idea muy compleja. Te refieres a algo que se autodestruye.

-Por supuesto. Esta afirmación de fuerzas quiere permanecer afirmándose siempre, atrapar la victoria, pero es imposible en su estado puro de guerra, porque en él no hay permanencia, ya que tampoco hay espacio ni tiempo, ni definiciones, ni ley... Nada. Sólo eterno conflicto. Tal afirmación sólo puede alcanzar su pleno objetivo llegando a ser, es decir, haciéndose posible, inventando la forma, estabilizándose, reglándose, prolongándose en una creación intrínseca a su naturaleza, el espacio y el tiempo.

-Así que procedemos de un terrible caos de fuerzas en pugna por afirmarse unas sobre otras.

-No exactamente. La “procedencia” es ya una artimaña cósmica, pues implica ya el tiempo. En realidad es algo eterno, algo que está pasando ahora mismo. Orden en el caos y caos en el orden. Infinitud y finitud, eternidad y muerte temporal. Tu cuerpo entero es un sistema complejo y estable, pero en lucha caótica continua. Tus células mueren, se invaden. Envejeces, morirás. La sociedad es también algo así. No nos protege de la guerra ni es su objetivo la paz porque es la guerra misma hecha posible, donde antes fue imposible por su propia naturaleza caótica e intemporal. Aquí estamos, comiendo organismos vivos y dejando que ellos nos coman por dentro a nosotros. Todo está siendo devorado por todo, y paradójicamente así es como subsiste. En realidad, pienso, no hay un nosotros. No hay ni tú ni yo. Somos solamente el espejismo de esa lucha eterna.

-Cuando el Hombre muera -dijo ella- continuará la Historia, pero sin nosotros.

-Sí. De hecho se produce a todos los niveles. Todo está interconectado en ese conflicto y nosotros no somos más que un imaginario temporal. Nuestro propio pensamiento es un conflicto irresoluble de ideas, de intereses que se superponen unos a otros... ¿qué hago con mi vida? Eso es lo que significan las posibilidades, no más que la lucha interna que somos y nos hace y deshace a cada momento. El pensamiento no implica el caos, o el delirio, sino que es ya caos y delirio regulado por el tiempo y la extensión que él mismo instaura en su devenir para poder llegar a ser posible, para no autodestruirse a sí mismo.

Alejandro guardó silencio y giró la cabeza hacia el balcón. Desde ese ángulo se veían a lo lejos los potentes cañones de luz desplegándose como líneas rectas que a veces convergían para volver, inmediatamente después, a ganar en autonomía.

María había interiorizado tanto la teoría de Alejandro que ahora su óptica se había llenado de ese Caos. Dejó el cubierto encima del plato. Se le había quitado el apetito. La habitación ya no le parecía tan cálida. Comprendía ahora la profunda tristeza de su interlocutor, el por qué de su mirada perdida, lacónica.

-¿No lo ves? -preguntó él, rompiendo el silencio- Somos un experimento, directamente de hombres, e indirectamente de algo que no podemos ver, pero que está ahí. He tenido mucho tiempo para leer cosas, para interesarme por aspectos de la vida que antes, no es que no les diera importancia, sino que ni siquiera existían para mí. Vivía demasiado inmerso en mis cosas cotidianas. ¿Has leído alguna vez a un filósofo llamado Friedrich Nietzsche?

María contestó que lo conocía, como todos, le sonaba el nombre y sabía que era el pensador que proclamó aquello de “Dios ha muerto”, pero confesó no haber leído nada de él.

-Su literatura – prosiguió Alejandro- es la forma de las ideas que expresa, la forma de ese hombre. Es Apolo y Dionisio a la vez o, más bien, Dionisio hecho posible en la forma de su literatura, de su pensamiento. Dionisio hecho posible en Nietzsche. Pasó toda la vida intentando expresar lo que se expresaba a través de él. ¿Pero cómo puede el esclavo dominar a su señor sin abandonar nunca su status originario? Él lo vio, es algo eterno, que vuelve siempre, una y otra vez, que nos recuerda lo insignificantes que somos, pero no más que cualquier micro partícula atrapada en un laboratorio. Somos piezas en un plan dionisiaco donde no hay lugar para la moralidad. Él lo llamaba, creo recordar, juego heraclitiano. ¿Sabes cómo terminó sus días?

María negó con un leve gesto.

-Decía que el hombre valiente no se parapeta detrás de las formas vacías, negando ese fondo oscuro que nos devora, sino que a través de la forma hace inteligible el fondo. Vivió toda su vida cerca del delirio que es el pensamiento. Se aproximó tanto a él, lo miró tan a la cara que al final fue reclamado por su dios.

-Sé que era un enfermo mental -señaló.

-Enfermo mental -repitió el otro en tono irónico- Esa es la explicación que precisamente nos mantiene a salvo del Caos. Así podemos entenderlo, llamándolo enfermedad. ¿Crees que estamos enfermos?

Guardó silencio. María comprendió que se trataba de una pregunta directa.

-No lo sé. Quizá, estamos enfermos de nosotros mismos, o todo es enfermedad mortal, por lo que no puede ser llamado propiamente enfermedad.

-¡Bien! Tú ya no te dejas engañar -miró otra vez hacia el balcón, como evocando la situación excepcional de la ciudad- Esto no es la primera vez que sucede. Me refiero a nuestro encierro. Esa estructura, geométrica, fría, perfecta, la fortaleza se levanta sobre el caos en que se ha convertido la ciudad. Si lo piensas así, resulta incluso hermoso.

A María, sin embargo, le costaba ver hermosura en un pensamiento tan terrible.

Terminaron de cenar, rematando con un café caliente. Entre la calefacción y el vino, María sintió una agradable somnolencia, así que anunció su intención de acostarse. Alejandro se empeñó en que durmiera en su habitación, mientras que él lo haría el sofá del salón. A María esto le pareció una cordialidad innecesaria, pero ante la insistencia del otro, le dejó hacer.

Desplegó un juego de sábanas limpio, que no obstante olía a armario cerrado, y varias mantas. Aunque no se pronunció al respecto, lo que le parecía en realidad innecesario era que tuvieran que dormir separados, como si fueran niños. Habría agradecido la calidez de un cuerpo durmiendo junto al suyo. Ese calor especial que sólo puede radiar la carne viva. La respiración pausada de alguien, su aliento en la nuca. A decir verdad echaba en falta un brazo masculino cayendo sobre su costado. El peso y la textura. Pero, por timidez, no dijo nada. Temía la negativa de Alejandro, acaso todavía demasiado imbuido en Marta, en su recuerdo.

Tuvo un sueño extraño donde se combinaban, como es común a esta esfera de la vida humana, realidad y fantasía, imágenes, elementos disparatados del mundo real enlazándose entre sí, conectándose, gracias a otra clase de leyes o, quizá, sometidos a una absoluta y delirante liberación de las leyes de la mente consciente.

Se vio a sí misma en el estrecho sendero de un jardín. El suelo estaba frío, con barro, encharcado, y al alzar la mirada descubrió en el cielo densos nubarrones apretujándose entre sí, barruntando tormenta. A los lados serpenteaban caminos delimitados por setos de mediana altura. Pero estaban, como el resto de la vegetación, secos.

En el suelo, flotando parsimoniosamente sobre el barrizal, se amontonaban hojas con ese color marrón tan característico del otoño. Los árboles plantados más allá de los setos eran altos, esbeltos, pero permanecían desnudos, extendiendo sus escuálidas ramas hasta confundirse con las de los árboles vecinos. Sobre su cabeza, formaban un entramado de líneas rectas, violentos quiebros y curvas azarosas debido al cual era imposible discernir dónde finalizaban las de una parte y comenzaban las de otra. Así, los árboles, aunque despuntaban desde lugares diferentes, se conectaban en el aire. Y quizá también en el subsuelo las raíces, rizomáticamente.

Continuó caminando por el sendero. Se sentó en un banco de piedra, color gris ceniza. Descubrió que detrás de los setos raquíticos se alzaban estatuas. Quietas, mudas, eternas, pero agrietadas, como los bancos. Algunas estaban cubiertas en ciertas zonas por una finísima película de moho.

Se levantó de un brinco apremiada por el sonido de risas lejanas. Al final del estrecho sendero había una escalinata de cuatro peldaños y a continuación una piscina de unos ocho metros de largo por cuatro de ancho. Se fijó más. No era una piscina, sino un estanque artificial de agua verdosa. Al asomarse descubrió entre los nenúfares peces muertos flotando panza arriba.

Hasta ahí todo era normal. A María se le repetía ese sueño desde la infancia. Si bien otras veces no se trató de un jardín, sino de una antigua casa o una montaña, el color y la textura de la piedra era siempre la misma. La vegetación aparecía densa -tanto que su presencia resultaba amenazante, como si ocultara algo-, pero seca. El cielo encapotado. Y el ambiente, en general, impregnado de ese matiz onírico indescriptible en la vida real. Los peces muertos también constituían un elemento reincidente. Una vez se informó sobre el sentido de los sueños -si es que verdaderamente lo tienen- y descubrió que todos estos elementos estaban tipificados y apuntaban a una sola cosa: inseguridad personal. Peces muertos y aguas turbias -estanques, ríos, mares, piscinas- a través de las cuales es imposible discernir el fondo. Abismos donde la vida no hace pie y ha de mantenerse a flote, sin norte y siempre con la certidumbre de llegar a un punto en el que el cuerpo ya no aguante más. Una estancia sin asidero.

Las risas provenían de un grupo de niños que jugaban alrededor del agua. Contó siete. Parecían felices, indiferentes a las nubes y los peces muertos. El mayor no tendría más de siete años. María sufrió por el más pequeño. Apenas se tenía en pie y se acercaba peligrosamente al borde del estanque. ¿Qué tipo de padres dejaban a su bebé tan descuidado? Al otro lado del jardín había un grupo de mujeres y hombres tomando café sobre mesas de forja, artísticas, que hacían filigranas en las patas, bajo pequeños toldos de rayas azules sobre un fondo blanco – o tal vez al revés- que los protegerían del posible chaparrón que amenazaba la textura del día.

De pronto, uno de los hombres desatendió la amena conversación y chistó a los niños, regañándoles. Habían armado un gran revuelo jugando al pillado. Éstos hicieron caso omiso a las instrucciones del hombre, así que se puso en pie enérgicamente, dientes y puños apretados, rebosante de una súbita cólera, y enfiló hacia el grupo. Los demás adultos se sumaron a esta acción. Cuando llegaron a la altura de los niños intentaron atraparlos, pero estos corrían entre los adultos, pasando por debajo de las piernas, zigzagueando, esquivándolos astutamente. Todo ello formaba parte del juego de los niños y proyectaba una imagen ridícula.

Se lo estaban pasando tan en grande, y los adultos estaban tan fuera de sí, que la escena le resultó cómica. En un instante, y gracias a la ingenuidad de los niños, de sus juegos infructuosos y llenos de normas básicas, la tranquilidad de los adultos se había roto. Pero los niños no pudieron dar esquinazo a los padres por mucho tiempo. Como castigo, fueron lanzándolos, uno a uno, al agua turbia. Hasta ese momento la superficie en calma parecía un lienzo y los nenúfares y peces muertos un dibujo sobre él. Los niños no hacían pie, pero tampoco terminaban de hundirse. Agitaban los brazos en señal de auxilio y lloraban. Gritaban. Gritos. Lamentos.

El fondo del estanque se iluminó con una luz roja intensa. María se asomó despacio y descubrió que dicho fondo estaba poblado de focos. Ante sus ojos, una hilera de puntos rojos. Y Gritos. Despertó sobresaltada, sudando. Pero los gritos no cesaron, y por la puerta entreabierta de la habitación entraba un haz de luz roja proveniente del salón comedor.

No era la primera vez que tenía una pesadilla donde se materializaban sus miedos mezclados con el punto rojo y los gritos. Y tampoco era la primera vez que el televisor se encendía a media noche, introduciendo su materialidad en la irrealidad del sueño, en esa peculiar mezcolanza de elementos reales y oníricos que sólo dura un instante, como cuando a uno se le cuela el molesto pitido del despertador.

Se levantó y salió de la habitación muy lentamente, siguiendo la estela del resplandor rojo. Ganaba en intensidad a medida que se aproximaba, a través del estrecho pasillo, al salón. Una vez allí descubrió a Alejandro en pie frente a la pantalla observando, embobado, la emisión. Estaba en ropa interior y en su cuerpo largo y huesudo se proyectaba ese color.

Lo llamó por su nombre, pero no reaccionó. Comenzó a temer lo peor. Muy despacio se acercó a él, y una vez a su altura, observó sus ojos. Gravado en la redondez de sus negras pupilas, descubrió ese absurdo con el que los deambuladores quedaban marcados. Entonces creyó comprender una posible vía de infección, de hipnosis.

Súbitamente, como provista de una vitalidad extraordinaria, fue hacia el televisor y lo lanzó contra el suelo. Tal energía desarrolló en su acción que cayó a un metro del mueble donde estaba empotrado, casi a los pies de Alejandro. No hubo explosión, pues no lo hacía funcionar corriente alguna, pero la pantalla se rompió en mil pedazos y los gritos desaparecieron. El salón quedó a oscuras y en un silencio absoluto.

El hipnotizado reaccionó con un reproche:

-¿Por qué has hecho eso?

Parecía enfadado.

María se acercó a él, a la altura de su rostro, y otra vez exploró sus ojos. Por suerte había llegado a tiempo, pues estos ya no inspiraban falta de realidad, sino incredulidad, enfado, resignación, tormento, perplejidad, tristeza, todo ello mezclado. Volvía a ser el Alejandro que había dejado antes de irse a la cama, pero evidentemente saliendo de un trance, como de un sueño, reconstituyéndose.

-Has estado a punto de ser hipnotizado.

-En absoluto -replicó él-, sólo esperaba alguna noticia. ¿No ves lo que has hecho? Ahora sí que será imposible saber qué está ocurriendo ahí fuera.

Alzaba cada vez más la voz, el tono se volvía progresivamente más hostil y sus gestos eran violentos. Ella intentó tranquilizarlo. Posó ambas manos sobre sus mejillas, primero ejerciendo presión para que centrara su vista en la de ella, y luego, a medida que la respiración de Alejandro se sosegaba y él parecía entrar en razón, más suave, casi acariciándoselas.

-Escúchame. Mirame a los ojos. Tranquilo -sus palabras, pronunciadas con la dulzura que gasta una madre paciente, tenían sobre él un efecto sedante- Has estado a punto de ser hipnotizado, pero no lo recuerdas. Lo sé, lo he visto antes en los ojos de esos deambuladores.

-¿Deambuladores? -inquirió él.

-Sí. Es así como los he bautizado, y ya sé qué los hipnotiza. Lo acabo de ver en ti. Tú mismo me has dado la clave, tus palabras – ahora él centraba su atención en María – Esa emisión no nos va a decir absolutamente nada de lo que está ocurriendo. Hay que asumirlo de una vez por todas. Se acabó la información definitivamente, es sólo un proceso hipnótico, algo así como una eterna carta de ajuste en la que depositamos la esperanza de una nueva emisión. Está en los ojos de la gente, un vacío en la ausencia de información, una falta de realidad, y además expectativa de algo que no saben qué es. Están esperando a que esa maldita cosa les envíe una señal.

Alejandro fue comprendiendo. Se cubrió con la manta, envolviéndosela por todo el cuerpo, pues de pronto tenía tanto frío que temblaba, encendió un cigarro del paquete que había encima de la mesa de cristal en el centro del salón, y se sentó en sofá.

-Creo que sé a qué te refieres. Es la propia gente la que se hipnotiza.

-De algún modo, sí. Es lo que representa la emisión, lo que esperan de ella, lo que hace que acudan al punto rojo. Están esperando que resuelva la situación, que envíe una señal directriz, que, de alguna forma, vuelva a llenar de sentido la realidad. Que devuelva la realidad misma, su consistencia. Es eso lo que veo en el fondo de los ojos. Quieren empezar de nuevo, luchan para lograrlo, por eso se mueven, van y viene, realizan acciones, pero están faltas de significado. ¿Comprendes?

-Creo que sí.

Se quedó pensativo. Daba profundas caladas a su cigarro. Estaba evidentemente asustado, pues hasta hacía tan sólo unas horas había estado convencido de su inmunidad.

-Si tú no llegas a estar aquí...

María se sentó a su lado y lo abrazó. Al sentir la calidez de su cuerpo, fue calmándose poco a poco.

-Mis teorías, las ideas... ¡Dios, qué estúpido! Casi muerdo el anzuelo.

-No te atormentes -le consoló- Quizá había llegado nuestro momento. Si yo no hubiese venido aquí ahora mismo estaría en mi casa, también delante de la emisión, esperando una señal. Te dije que no me deshice del aparato por lo mismo que tú. Y el viaje de hoy, tus teorías, verte ahí parado delante del televisor, todo ello ha contribuido. Dime algo... ¿qué has sentido? ¿Lo recuerdas?

Aunque todavía estaba aturdido, hizo un esfuerzo por reflexionar, por recordar y ordenar las ideas.

-Es exactamente como tú lo describes, como estar esperando algo, una señal. Pero no recuerdo que transcurriera el tiempo. Es como esas veces en que uno se queda absorto en un punto y parece sumergirse en otra dimensión, como estar en suspenso. Pero de ese suspenso no se es consciente hasta que se sale de él.

-En realidad, hasta que se toma conciencia ¿no?

Alejandro se alegró de que María le ayudara a expresar lo que para él sólo eran balbuceos torpes y precipitados.

-Sí, eso es. No es que se tome conciencia de ese suspenso, es que, simplemente, cuando tú has cortado el influjo, he tomado conciencia de mí mismo y automáticamente he salido del trance.

María estaba vestida sólo con el pijama de Alejandro, así que se envolvió en otra de las mantas. Se hizo un silencio prolongado entre ellos. Un silencio meditabundo, lleno de dudas que bullían a partir de un nuevo caldo: el descubrimiento de la soledad radical. Se sintió como si hubieran irrumpido en una dimensión diferente. Quizá -pensaba ella para sí- pese al miedo, la sensación de desasosiego, de impotencia, de abandono, no habían asumido, hasta ese momento, la auténtica magnitud del problema. Incluso el desasosiego alimentaba una esperanza utópica. Era espera de algo. Pero, por fin, habían abierto los ojos. Y lo que vieron no les gustó, pues inundaba el ambiente, no ya de desconcierto sino, antes bien, de certidumbre. Era otra forma de estar en suspenso, de romper definitivamente con el tiempo habitual. Era como si, hasta el descubrimiento, hubieran estado, sin saberlo, todavía agitándose por la marea de la mundanidad, dejándose arrullar por su secreta dulzura, meciéndose, refugiándose en su propio cautiverio.
Fue Alejandro quien habló:

-¿Qué vamos a hacer ahora?

María no contestó inmediatamente. Se levantó como si fuera a hacer algo, pero una vez de pie, se quedó quieta, dubitativa. Estaba nerviosa.

-¿Sabemos si realmente la ciudad está cercada?

-Yo di por supuesto que sí, pero desde este edificio es imposible saberlo.

María intentaba pensar a partir del descubrimiento.

-Pero no estamos seguros. Podría tratarse de algo a nivel mundial. Y pienso que la única manera de saberlo es intentando salir.

Él no dijo nada, pero la expresión de su rostro denotaba un principio de desacuerdo.

-No sé -dijo al fin- Aquí estamos seguros.

-O tal vez no. Tú mismo lo dijiste. Si se trata de un experimento tarde o temprano irrumpirán en la ciudad a la caza de sobrevivientes que puedan desmantelar la versión oficial, ¿y por dónde comenzarán a buscar? Registrarán todos los pisos. No habrá donde esconderse. En realidad, si tu teoría es cierta no estamos sino en un gran campo de concentración. Y aquí sólo cabe esperar el exterminio.

-Quizá tengas razón.

-Claro que la tengo -María estaba cada vez más convencida de sus palabras- Estamos encerrados... ¡Encerrados! Sólo tenemos dos opciones, o asumir nuestro cautiverio, y a ver si nos liberan después, o lo que haría cualquiera en su sano juicio, huir.

-¿Escaparnos?

-Escaparnos, eso es.

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