viernes, 27 de marzo de 2009

Capítulo Séptimo





VII




En el recibidor, un mueble taquillón de estilo clásico. en caoba y mármol oscuro sobre el que habían fotografías de familia y estampas religiosas -como custodiando la entrada y conjurando a los malos espíritus- así como objetos más propios de una iglesia: una palmatoria, un velón, dos cirios, uno en cada extremo, y presidiéndolo todo la imagen de un sagrado corazón.

Le recordó a la casa de una vecina suya, católica, soltera a sus setenta y pico años, de cuando ella aún vivía con sus padres. Encima del mueble, un gran espejo con marco en latón en el que María vio reflejado su lamentable aspecto. Las paredes en esa parte estaban forradas en papel bien cuidado, con artísticos gravados en color verde oscuro y amarillo sobre fondo crema -tal vez originariamente blanco. En lo alto colgaba una de las muchas lámparas de araña con cristales que luego, en otros tamaños, vería en los altos techos de la casa.

Cruzó el recibidor hasta el salón, también de muebles clásicos de caoba rojiza y abigarrada ornamentación. No quedaba un hueco libre, como si el propietario o decorador, espoleado por el horror al vacío, hubiera hecho de aquel espacio un homenaje al sentido más barroco de la existencia. Incluso había una chimenea y un reloj de pie encajado contra la pared entre la amplia mesa del salón -en la que había un centro con frutas de cerámica- rodeada por doce sillas y un gran mueble tras cuyas vitrinas se lucía un juego de copas, estilizadas figuras de porcelana y un largo muestrario de trofeos en todas sus formas, desde medallas alojadas en sus mullidos estuches hasta bandejas de plata con inscripción conmemorativa.

En cada esquina, un jarrón con plantas sintéticas. En las paredes del salón no habían cuadros, sino cabezas como trofeos de caza cuyas inertes miradas se perdían en el vació. Tenía entendido -y María sabía bien poco de taxidermia- que los ojos no eran reales, sino bolas de cristal que intentaban, en vano, emular la vida que se descubre en las retinas. En el soporte de madera, gravada la fecha de la captura, siempre el mismo nombre del cazador, el del club e incluso el del coto.

Fotografías de familia que recorrían el pasillo y las paredes de la escalera. Fotografías en blanco y negro de personas antiguas, con ropas de otra época, poses tan exageradamente dignas que resultaban circenses, celebrando el motivo de la fotografía misma como cosa excepcional, quizá todas muertas ya menos, tal vez, algunos niños, los cuales debían de ser octogenarios a estas alturas.

Esa casa pertenecía a un matrimonio anciano. La mano del hombre cazador era evidente, pero también la de una de esas mujeres de antaño, religiosa, laboriosa, envuelta en su negro disfraz, de rosario en mano, empeñadas en un orden, serenidad y pulcritud cuya ausencia sólo era visible, ahora, en la espesa capa de polvo que lo cubría todo.

Otra cosa inaudita: en el salón no había televisor. Después, no vería ni un sólo monitor en la casa. Pensó que los ancianos no habían sido hipnotizados. No murieron como los demás, sino tal vez cansados de esperar. A María ni se le pasó por la cabeza la posibilidad de que hubieran logrado escapar, o que el desastre les hubiera cogido fuera de la ciudad. Su visión de las cosas era ahora pesimista.

Ancianos, vida vieja, los primeros en morir. Pero debieron de hacerlo fuera de la casa -pensó-, pues de lo contrario habría encontrado los cadáveres y el olor sería insoportable. Olía a cerrado y ancianidad, pero no a difunto. Esto la hizo sentir más tranquila.

Debía quitarse el barro para descubrir las heridas y curarlas, pero lo primero era abrigarse, pues aún temblaba de frío.

Con gran esfuerzo subió las escaleras. En el dormitorio cogió la manta de una de esas camas altas con cabezal de forja y adornos de brillante latón, cubriéndose con ella. Una vez entrada en calor, dispuso todos los preparativos. En pocos minutos había hecho suya la casa entera. Calentó agua en la cocina de gas, que luego vertió en una de esas bañeras que ya sólo se ven en el cine, sostenida por cuatro patas de león entre blancos azulejos. El trabajo de subir una y otra vez la olla al piso de arriba fue el más penoso.

Encontró velas con las que iluminó el baño, y sales y jabones de una pequeña estantería situada encima de la bañera. Se sumergió en el agua humeante y sintió el dulce calor lamiéndole la piel. Tal era el cansancio que estuvo a punto de quedarse dormida. Pero no era el momento. María debía luchar ahora con todas sus fuerzas contra las inclinaciones de un cuerpo cansado y lleno de magulladuras, las cuales fue descubriendo a medida que el jabón arrancaba las costras secas de barro.

No parecía haber ningún hueso roto. Tampoco cortes ni heridas propensas a infectarse, sino sólo cardenales producto de violentos golpes. Únicamente la herida de la cabeza parecía más seria, así como lo que quiera que hubiera ocurrido en su profanado interior. Pero ya no sangraba, por lo que dejó de temer una hemorragia interna que, eso sí, no habría sabido curar por sí misma. No obstante -pensó- debía permanecer alerta a su propio estado.

Había un botiquín con lo básico en el baño, dentro del armario-espejo situado sobre el lavabo.

Cuando se hubo lavado la cabeza, secó la zona de la herida -parecía un corte no demasiado profundo- y volvió a limpiarla, esta vez con alcohol. Colocó una gasa encima y la sujetó con esparadrapo. Esperó que aquello cortara el flujo de sangre, aunque de vez en cuando tendría que volver a desinfectarla.

El agua estaba aún caliente -se enfriaba rápido no obstante, dada la baja temperatura de la noche- así que ya más tranquila se quedó en la bañera, sumergida en el agua, a la débil luz de las velas flameantes y las nerviosas sombras que proyectaban en los brillantes azulejos, húmedos ahora por la condensación del vapor. Así permaneció un rato hasta que advirtió el agua demasiado fría.

En el dormitorio terminó de secarse y cogió ropa del armario. Era la de él, el atuendo típico de un cazador. Se sentó frente a la cómoda, secó su cabellera y después se peinó hasta saberla lisa. Al verse reflejada en el espejo sintió un acceso de desesperación que la hizo levantarse de un brinco de la silla. No se sentía protegida en la casa, así que la siguiente hora la dedicó a reforzar la seguridad.

Se disponía a correr los cerrojos de la puerta principal -por la zona los robos eran frecuentes, por lo que dicha puerta estaba bien provista- cuando recordó a Alejandro.

Hasta ese momento se le había ido completamente de la cabeza. La probabilidad de que estuviese muerto era tan grande que experimentó una soledad más intensa que cualquiera de las veces anteriores. O tal vez estaba moribundo en el jardín, esperando a ser rescatado. Pensó que regresaría por la mañana, cuando la niebla se hubiera disipado y tanto él como sus agresores se mostraran a plena luz del día. Por el momento era muy arriesgado y no se encontraba con fuerzas suficientes como para enfrentarse a nadie, ni a la oscuridad ni a la niebla.

Así y con todo cabía la probabilidad de que Alejandro estuviera vagando por ahí, extraviado en la ciudad y malherido. Se hizo con una hoja de los armarios de la cocina, arrancándola, y en la superficie blanca escribió en grande: “Alejandro Boj”. Sólo eso, pues no estaba dispuesta a ofrecer más señas. Pero pensó que entendería el mensaje.

Era lo único que podía hacer por él.

Al salir al jardín de rosales que circundaba la casa sintió pánico. Volver a la calle después de lo ocurrido iba a ser más difícil de lo que había previsto. Demasiados miedos flotando entre la misma densidad del ambiente. Al otro lado de la verja colgó el letrero. Las probabilidades, sin embargo, de que Alejandro pasara justamente por allí eran pequeñas, así como de que al hacerlo advirtiera la presencia de un cartel dirigido a él, pues la visibilidad a esa hora era prácticamente nula. El esfuerzo se le antojó inútil. Otra acción más en vano que se sumaba a la larga lista.

Llevaba horas sin comer, pero no tenía hambre. Además, en la cocina no recordaba haber visto alimento alguno a parte del que en el frigorífico se había echado a perder. Subió otra vez las escaleras dispuesta a acostarse. Su proyecto era simplemente dormir cuantas horas necesitara su cuerpo. Dormir mucho, pues... ¿qué más podía hacer? Había perdido la iniciativa, agotado todas las posibilidades, y su mente era incapaz, por el momento, de ponerse a cavilar.

Quizá cuando estuviera descansada.

Ya en el piso superior descubrió una habitación cerrada cuyo interior aún no había explorado. Se adentró en ella, iluminada por uno de los cirios del taquillón. Era un despacho en el que se combinaban los mismos trofeos de caza -quizá había sido su única afición- con una abundante biblioteca compuesta de volúmenes, sobre todo, de derecho, además de novelas clásicas y tratados de arte y ciencia entre los que se encontraban autores de todos los siglos.

Entre los volúmenes le llamó la atención el nombre del pensador alemán al que Alejandro hizo alusión durante la cena en su casa. Pensó, de pronto, que quizá tuvo razón cuando se negó a salir de allí. ¿Para qué había servido?

Había una mesa despacho de pulida superficie, sin ordenador personal ni nada que pudiera recordar la vida moderna. Detrás, varios diplomas, entre los que se encontraban los de profesor de filosofía de derecho por la Universidad de esa misma ciudad, una de las más prestigiosas. Se trataba sin duda de un personaje ilustre. Pudo ver al fin su rostro en una fotografía en la cual posaba sonriente, con unas gafas de sol y una gorra, sujetando por la cola, levantado hasta la altura de su cabeza por un brazo musculoso, un enorme pez. En la otra mano sostenía una caña de pescar de inmenso carrete. Posaba en un barco y al fondo se extendía una apacible masa azul al final de la cual, ya casi como una línea imperceptible, se apreciaban las casas blancas de la costa bajo un día luminoso.

Aunque algo en el conjunto indicaba que fue sacada hacía ya muchos años -quizá un diminuto bañador rojo con listas blancas en los lados-, era la única foto en color en toda la casa. La imagen le provocó la sensación de estar frente a una vida extinguida, no sólo la del pescador, sino la suya propia, como si en ella existiera algo universal capaz de trascender la particularidad de los que allí posaban, como si apuntara al tiempo pasado de todos los seres humanos. La luminosidad de la existencia vuelta hacia un periodo oscuro de duración indefinida, donde “algo” estaba por venir.

Encima de la mesa despacho había otra fotografía en color. Esta vez de una mujer entrada en años, pero de aire juvenil. Cara alegre y sonriente, dentadura blanca y perfecta, y el pelo corto y canoso. Ojos claros, como ese mar azul de la otra foto. Abajo, en la madera del marco, una chapa plateada con la siguiente inscripción: “En memoria de mi esposa...”, el nombre y dos fechas entre las cuales vivió, marcando principio y final de un breve pestañeo, rescatándola de la insondable inmensidad del tiempo.

Sólo rompió el cristal de una de las vitrinas, ya que estaba cerrada bajo llave. En el interior, una exhibición de escopetas de caza y una bolsa de cuero marrón claro con cartuchos.

Jamás había manejado un trasto de aquéllos, por lo que se enfrentaba a mecanismos simples, mas desconocidos. Ayudándose con la débil luz del cirio se dedicó a manosearla hasta que al fin descubrió cómo se cargaban los cartuchos, después de lo cual la escopeta se disparó, asustando a María y dejando escapar un grande y súbito estruendo tras del cual el despacho volvió a sumirse en el silencio.

Era la primera vez que escuchaba un disparo. Un trueno resonante, pero corto, seco. Quedó en la atmósfera, flotando, humo y un fuerte olor a pólvora que saturaban su nariz. Por suerte los perdigones no reventaron ningún cristal. Los trocitos de vidrio, proyectados como metralla, la habrían herido por todo el cuerpo. Fueron directos a los libros, así que junto a las partículas de humo, pedacitos incinerados de papel y olor a chamusquina.

Pensó que haría uso de la escopeta. No sabía cómo, pues disparar sobre alguien era una idea que jamás antes se había planteado. Ni tan siquiera apuntar con la intención de la simple amenaza. En una situación normal se le habría antojado una actitud aberrante el estar investigando el chisme. Sin embargo se sintió capaz de manejarla perfectamente si la ocasión lo exigía. ¿Por qué? Era una pregunta de difícil respuesta, pero aunque no deseaba verse en la situación pensó que el momento, de llegar, la resolvería.

Dejó la escopeta encima de la cómoda, cerró la habitación con llave -la desconfianza se había apoderado de ella- y por fin se tendió sobre el mullido colchón de plumas, tapándose hasta el cuello con el edredón. Ahora su cuerpo estaba limpio y caliente, y el tacto con las sábanas era agradable. No le dolía nada, pues había encontrado analgésicos en el botiquín. Los dejó encima de la mesita por si volvía a necesitarlos en mitad de la noche cuando pasado el efecto el dolor se manifestara de nuevo.

Dejó el cirio encendido para que la habitación continuara iluminada el tiempo que tardaba en dormirse.

De pronto sentía miedo en la oscuridad, un miedo antiguo, de cuando niña, en esa realidad poblada de monstruos que ahora regresaba a ella con la viveza del primer momento.

En aquélla situación habían muchas sensaciones que la hacían volver a la infancia, y el tiempo que transcurrió desde su adolescencia hasta ahora le parecía irreal, un sueño que terminaba de forma definitiva, aplastado, como si después del extravío se hubiera encontrado de nuevo a sí misma. O como si lo que estaba realmente aplastado hubiera sido ella durante los años en que, inmersa en el mundo, perdió la noción de sí.

Sintió ganas de llorar, y lo hizo, pues no había motivo para reprimirse. La situación, en aquel instante, no exigía fortaleza alguna, así que se relajó y dejó llevar por la intensidad de emociones entremezcladas: soledad, miedo, añoranza... todo había regresado de golpe. Imágenes ancestrales, ya olvidadas en algún rincón oculto, que volvían de un largo y penoso viaje a su memoria con una actualidad fascinante, como si las hubiera vivido ayer. Una mirada retrospectiva preñada de necesidad, incertidumbre, todo ello teñido de imposibilidad e impotencia.

La lucha más titánica la entablaron cuerpo y voluntad, y no por el dolor. Los párpados le pesaban. El cansancio se había apoderado de todas sus extremidades e incluso de su razón. Quería dormir, pero, otra vez, justo cuando iba a perder el hilo de la conciencia -como el que por un momento pierde el argumento de la película por despistarse sin querer en su propio pensamiento-, regresaba al mundo, alerta, con los ojos abiertos de par en par y las orejas en punta como las de un lobo que acecha y es quizá acechado. Y sin previo aviso, las imágenes de lo que había acontecido en el parque se agolparon en su cerebro, primero desordenadas y luego ocupando sus lugares precisos en una secuencia cronológica perfecta, y terrorífica.

Después de unas horas, logró dormir a ratos más largos.

La instintiva vigilancia adquirió todo su sentido cuando la despertó un estrépito proveniente del piso inferior, de la cocina, como si alguien hubiera dejado caer al suelo un cazo o sartén. No sabía cuánto tiempo había trascurrido desde que se quedó dormida.

Miró hacia la ventana. La niebla se había disipado y el cielo comenzaba a aclararse. Después de las últimas vivencias, y habiendo, por tanto, tomado conciencia de los peligros que la acechaban, no dudó ni un instante. Había dormido vestida, por lo que no tuvo más que correr la colcha y saltar sobre la cómoda, donde descansaba, tan en guardia como ella, la escopeta del buen cazador.

Poco a poco comprendía que las preguntas difíciles sólo obtienen una clara respuesta en momentos precisos. ¿Sería ella capaz de encañonar a una persona, e incluso de abrir fuego sobre ella? Ahora la cuestión estaba mal formulada. Dado la firmeza con que sostenía el arma, guiada por un impulso irracional que ni tan siquiera parecía provenir del simple miedo, sino antes bien, de la necesidad, la pregunta adquiría la siguiente forma: ¿Sería capaz de no hacerlo?

Abrió la puerta de la habitación con sumo cuidado de no hacer ruido. Esta vez no sería sorprendida. Salió al ramal de la escalera y desde allí oteó el salón comedor, el cual dominaba en todos sus ángulos. Nadie allí, pero el ruido provenía del piso inferior y la única estancia, además de la que tenía a la vista, era la cocina. Otra vez ese ruido. En el fondo alimentaba la esperanza de que no fuese real, sino un producto del sueño que confundió con la realidad dada la sugestión. Pero ahora estaba segura de que alguien se había colado. Conocía por las fotografías el rostro del propietario, así que centró bien esa imagen en su cerebro para no cometer un error.

Descendió lentamente las escaleras. La débil luz que se filtraba a través de las cortinas era suficiente, no obstante, para distinguir a la perfección la simetría de los objetos que con su augusta presencia saturaban el salón. Lo recorrió con sigilo, proyectando el cañón al frente y deslizándose de esquina a esquina para apartarse del ángulo del corto pasillo que llevaba a la cocina. Ya desde allí escuchó el ajetreo y distinguió una figura humana moviéndose de un lado a otro, abriendo los armarios, investigando.

Se plantó en la cocina, entrando justo cuando presumió sorprendería por la espalda al intruso. Éste se quedó petrificado a la autoritaria voz ordenándole una absoluta quietud y rendición. El hombre, de espaldas aún, formuló una pregunta:

-¿María?

Y al girarse muy despacio descubrió, atónita, que se trataba de Alejandro.

Lanzó un suspiro de alivio -esta vez los peores pronósticos no se cumplieron- que fue seguido de un impetuoso abrazo, luego de haber dejado la escopeta apoyada contra la pared. Después se alejó un poco y miró su rostro detenidamente, como si aún no pudiera dar crédito al hecho de tenerlo frente a sí. El otro repetía, entre risas de emoción, que saliendo del parque había visto un cartel para él. El mensaje fue interpretado con la mayor exactitud.

María escuchaba sus palabras con lágrimas en los ojos. El mal desaparecía progresivamente no mediante ejercicios de reflexión, sino a grandes bocanadas de emociones liberadas. Fue como quitarse mil kilos de encima, uno por cada gota salada. Las tensiones anteriores se esfumaban dejándose arrullar entre los brazos de Alejandro.

-Te daba por muerto -repetía.

Cuando logró serenarla, dijo:

-Creí que no eran peligrosos.

Ella tuvo que reprimir el caudal de flujos antes de decir:

-En realidad eran como nosotros. Lo recuerdo a la perfección -su tono se volvió meditabundo- Recuerdo cómo se movían, respiraban, golpeaban. Recuerdo cómo hablaban entre ellos y también la mirada. Estaba llena de cosas horribles que no sabría describir, pero en absoluto ese vacío. Eran ojos muy humanos.

Y al decir esto fue sobrecogida por el pánico al mirar fijamente los ojos de Alejandro, pues en ellos, por descabellada que fuera la idea, se insinuaba ese mismo fondo cruel que pudo discernir en sus agresores. Incluso llegó a concebir que, tal vez, si estudiaba detenidamente su reflejo, lo vería en los suyos propios, como un potencial amenazando con actualizarse. Una suerte de mal más allá de todo enjuiciamiento moral gravado en el fondo de una naturaleza aún no caída en el estado de hipnosis.

Este pensamiento le provocó nauseas, así que tomó asiento en una de las sillas de la estrecha cocina.

Observó con más atención el semblante de Alejandro. A parte de las magulladuras propias de una pelea, estaba pálido como un difunto y unas ojeras profundas y oscuras circundaban sus ojos vidriosos y ensangrentados.

Entonces la vio. Una mancha de sangre en el costado que siguió con la vista en su curso a través del pantalón hasta un charco denso en el suelo. Cuando él advirtió la sorpresa de María, corrió apenas la chaqueta para mostrarle un corte que surcaba la piel, dividiéndola varios centímetros, trabajo del mismo cuchillo que a María le alojaron en el cuello instantes antes de perder el sentido a causa de un contundente golpe en la sien.

Las fuerzas de Alejandro flanquearon. Habría caído de bruces contra el suelo de no ser porque María se precipitó sobre él, sosteniéndolo. Le hablaba, pero éste había perdido el sentido. Lo rodeó, sin dejar que cayera, hasta tenerlo bien asido por las axilas, y después, de espaldas al camino, empujó del cuerpo hasta el comienzo de la escalera.

Esa fue la parte más difícil. Iba dejando un reguero de sangre que recordaba el camino exacto recorrido hasta la habitación. Lo tendió sobre el colchón y después se apartó a los pies de la cama, intentando aclararse y recobrar la iniciativa. No era fácil, pues todo ocurría con demasiada velocidad. Cualquier acción debía ser improvisada y se enfrentaba a circunstancias inverosímiles. Actuar -se dijo. Comoquiera que fuera, debía ser ella quien llevara las riendas, pues no quedaba más alternativa.

La idea de intentar siquiera curarlo se le antojó descabellada, pero no podía recurrir a nadie más, de modo que la otra posibilidad era dejar que se desangrara encima del colchón que bajo el cuerpo se teñía poco a poco de un líquido rojo y pastoso, familiar.

La mancha se expandía trazando el camino azaroso que imponían las no menos fortuitas arrugas de las sábanas.

Lo primero fue tomarle el pulso -esto lo hizo más por reflejo, por empezar de alguna manera en vez de estar quieta inútilmente, que por necesidad. Era débil, tanto que no pudo por menos que traerle a la memoria el de aquel sujeto en su postrer momento. Su respiración era demasiado pausada. Esto aumentó tanto la velocidad con que trabajaba y pensaba, como el pánico que se empeñaba en domeñar. Le quitó la chaqueta y el jersey, y después, no haciendo más uso que el de sus propias manos, rompió la camiseta y el torso quedó desnudo, revelándosele la herida en toda su magnitud.

Circundando un órgano viscoso que parecía luchar para liberarse de su jaula carnal, la piel se levantaba como la de una cáscara de plátano. Ella, que siempre veneró, de forma subconsciente, el cuerpo humano como esa máquina perfecta y compacta que el mundo se empeña en hacer ver, descubría ahora que sólo se trataba de una bolsa conteniendo pedazos de carne frágiles y rebeldes, un envoltorio nada más, una contraposición de espacios ordenados de dentro a fuera, de contención a lo contenido.

Del botiquín cogió alcohol para lavar y desinfectar la herida. Y en la misma habitación halló, en la última estantería del armario ropero, el costurero de la difunta señora. Su instinto le decía que lo prioritario era cortar la hemorragia para evitar más pérdida de sangre, a la vez que intentaba quitarse de la cabeza un pensamiento fatal que se instaló como una nube oscura: ¿no sería ya demasiado tarde? ¿Cómo reponer toda la sangre que había perdido?

Aun cuando esta clase de preguntas eran insistentes, continuó. Acercó el cirio a la zona crítica. Enhebró la aguja con hilo de mediano grosor y antes de pasarla por la carne volvió a limpiar la sangre con una gasa que escurría en una palangana con agua ya enrojecida. A la tercera pasada el horror del primer momento desapareció. Quizá porque estaba abstraída en la tarea, no se aplicaba al material con la idea de que se trataba de un cuerpo, sino de una simple tela que debía zurcir. Cortó con los dientes el pedazo de hilo sobrante, lo cubrió con una gasa limpia y envolvió el torso de Alejandro en una venda que afianzó con esparadrapo.

A los pinchazos, balbuceó palabras inconexas, como queriendo salir de un sueño pero sumergiéndose inmediatamente en él. Ya no se le ocurrió más nada que hacer, de modo que debía limitarse a esperar. De nuevo tuvo la impresión de estar sometida a los rigores de la suerte, pues después de la pérdida de sangre sólo restaba la propia labor regenerativa del cuerpo.

Cerró cortinas y persianas y apagó la vela, creando así una noche artificial. Escuchaba su respiración pausada, mas constante, lo cual le proporcionaba cierta esperanza. No estaba insatisfecha del todo con su trabajo de enfermera. Había sabido manejarse en un momento difícil, y eso era motivo de orgullo para alguien a quien jamás le había suministrado la más mínima noción de medicina.

Ya casi vencida por el sueño pensaba en lo inútiles que resultaban las cosas que había aprendido a lo largo de su vida. ¡Qué estúpidas las lecciones, y no menos los maestros que las impartían! Ahora los recordaba a todos, directos e indirectos, erigiéndose como fuentes de autoridad en las cuales mirarse y medirse. En realidad -se dijo- no sabían nada. El mundo antiguo, el que progresivamente iba quedando atrás, consumido por una caótica garganta de destrucción, se le antojaba más que nunca fruto de un imaginario fantástico, de una ilusión donde lo trivial ocupaba un primer puesto mientras lo importante quedaba relegado al reverso de un biombo con el fin de impedir que su visión irrumpiera en el dulce sueño narcótico que era la realidad, resquebrajándola.

En estos pensamientos estaba cuando se quedó, aun debiendo vigilar la evolución del enfermo, profundamente dormida.

El cansancio la había vencido.

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