viernes, 27 de marzo de 2009

Capítulo Sexto





VI




Corrieron hasta sentirse exhaustos. Se detuvieron para tomar aire y descubrieron entonces que habían olvidado en el lugar todos los bultos necesarios para continuar la travesía. Pero no se plantearon la posibilidad de volver a recogerlos, ya no tanto por temor a los mecanismos del muro como por resultar innecesario. ¿Adónde podían ir ahora? ¿Qué más les restaba por hacer? Podían recorrer el perímetro del muro buscando una apertura, mas estaban convencidos de que no existía tal cosa. Saltarlo era imposible. Ambos cayeron en la cuenta de que estaban encerrados sin opción, y eso les produjo tal desánimo que entraron en una especie de trance en el que ninguno se atrevía a lanzar una idea para que fuera debatida.

Todas las posibilidades se agotaron. La ciudad no lanzaba mensaje alguno. Ante sus ojos, sufría un lento proceso de decadencia que habría apuntado a una muerte inexorable de no ser por los espacios en blanco y la implícita posibilidad de una directriz emitida en cualquier momento a través de los muchos monitores que funcionaban esporádicamente. Por eso -dedujo María- no podían descansar. Los acontecimientos no daban tregua. En aquel instante habría deseado una señal que asegurara el definitivo final de todo lo conocido. La imposibilidad de salvarse y la segura muerte como único destino. Esto, sin embargo, continuaba siendo una señal por desarrollarse. Todo alrededor, pese a la catástrofe, hacía mantener una mínima esperanza. No era un final, sino una suspensión, y eso les mantenía en un estado de desasosiego difícil de soportar.

Algo -y esa era la mejor palabra para designarlo: “algo”- estaba por venir. Ese “algo” caminaba sigiloso entre la progresiva destrucción -y en realidad era como si quisiera nacer de ella, de entre sus cenizas-, abriéndose paso y jurando reconstituir ese mundo que se venía abajo como un gigante abatido en su estúpido y ciego egocentrismo.

María odió profundamente ese “algo”, pues mantenía una expectativa de lo ilocalizable, de lo innombrable. Y no sabía si debía esperar con paciencia, dejando que los hechos se precipitaran por sí mismos, o buscar una salida, hacer “algo”, pero... ¿qué? Esperar... ¡Qué horrible era esperar!

Pasaban en ese momento junto al parque más extenso de la ciudad, un auténtico pulmón que no era en realidad producto de la planificación humana, sino un espacio del antiguo bosque que el ayuntamiento, años atrás, cuando la ciudad comenzó a extenderse, decidió no edificar, parcelándolo con una alta y hermosa verja de forja. Su carácter natural pero modificado recordaba que el parque no estaba en la ciudad, sino la ciudad sobre un bosque convertido en parque.

Estaba oscuro y tampoco disponían de la linterna de gas, pero se adentraron por uno de los estrechos senderos flanqueado por altísimos ficus de grueso tronco cuyas raíces se extendían por la superficie tejiendo un entramado imposible, salvaje, sin ninguna clase de orden geométrico, como es lo propio en todo lo natural.

Por un momento, a María le pareció que estaba en el jardín de su sueño, con la diferencia de que aquí la vegetación era muy espesa. El suelo estaba anegado, convertido en un barrizal en el que flotaban tranquilas las ramas que el viento había partido. Ciertas escenas resultaban absurdas, como por ejemplo, lo que parecía el techo de un quiosco de revistas que quedó colgado en la estatua de un ilustre personaje de la ciudad, así como una cabina de teléfonos que pese a su destrozo aún guardaba la forma, partes de un semáforo en lo alto de un árbol o un buzón postal que quedó plantado en medio del camino, en pie, como si aún estuviera activo. Lo desconcertante es que todo estaba ahí, pero fuera de lugar, esperando ser reordenado. Y las estatuas de hombres prestigiosos, así adornadas, habían perdido toda su dignidad.

Tomaron asiento en un banco de piedra para reconstituirse de la fatiga. Después de unos minutos callados, Alejandro preguntó:

-¿Has conseguido ver qué había al otro lado?

Tuvo que repetir la pregunta para que María saliera de su ensimismamiento, y luego de dudar unos segundos, respondió que no. El otro pareció quedar satisfecho.

Sí había visto algo, pero no estaba dispuesta a contárselo a él. Demasiado increíble, y además no aportaba nada útil a sus escasos conocimientos sobre la situación. Si acaso, todo lo contrario, otro elemento disparatado que ni hallaba explicación en sí mismo ni se dejaba encadenar con los otros.

En efecto, María pudo, en el último instante, elevar sus ojos más allá del muro durante un brevísimo lapso de tiempo. Al otro lado, a tan sólo unos metros, se alzaba otro muro idéntico al que intentaba saltar, y bajo éste lo primero que pudo discernir fue una furgoneta color blanco, vieja, sobre cuyo techo había un hombre luchando con todas sus fuerzas por afianzar una verja transformada en escalera, en lo alto de la cual había trepado una mujer, situada de espaldas a ella, con el pelo largo y agarrada a pulso a lo alto del muro.

El siguiente paso fue un descenso de esa imagen que tenía frente a sí, como si el suelo se ondulara hacia abajo, y la visión de una secuencia repetida hasta el infinito, de ella misma, de Alejandro, de ellos, de la ciudad entera, vista siempre desde atrás, desde su propia perspectiva, perdiéndose en el horizonte pero jurando perpetuidad. ¿Qué significaba exactamente eso? Como no lo sabía, decidió no compartirlo con el otro. No merecía la pena.

Tal vez -se había dicho en un principio- era otro de los mecanismos de protección del muro. Esto tenía sentido a la luz de ese chirrido estridente y la sensación que experimentó dentro de su misma cabeza. Un espejismo producido, no por sustancias químicas disueltas en el aire -o quizá sí- sino más bien por una disfunción de la percepción fruto de las vibraciones del muro. Cada vibración, de este modo, supondría una secuencia. Y como carecían de principio y fin, conformaban una secuencia cerrada de secuencias idénticas, circular, infinita. Eso era lo único lógico que María alcanzaba a formularse. Pero la visión fue tan real que dudaba de su propia teoría. Intentó, entonces, ponerse en la situación hipotética de que la experiencia era real. Fue como si, de extender el brazo, hubiera podido tocarse a sí misma. Se preguntó qué habría ocurrido entonces. Qué habría sucedido si hubiera logrado saltar al otro lado. ¿Se habría encontrado con ella? No, pues la otra María habría logrado también pasar. ¿Se habría encontrado, otra vez, frente al muro, sobre la furgoneta, junto a Alejandro? Y de ser así, que parecía lo más probable... ¿tendría conciencia de haber saltado, y por tanto de tener que saltar indefinidamente, o la hubiera perdido de pronto, como si lo de antes no hubiese ocurrido, disponiéndose otra vez, pues, a saltar? Eso implicaba una especie de salto temporal hacia atrás.

La resolución de esta clase de paradojas resultaba imposible, pero se dijo que esa era, después de todo, la naturaleza de un límite. ¿Era eso lo que representaba la visión, el límite? Además -pensó finalmente- no podía ser real. Un efecto óptico producto de las vibraciones, un narcótico flotando en el aire expulsado desde orificios invisibles, un veneno recorriendo la ciudad, impregnándola... Igual que en todo lo demás, la verdad de lo ocurrido, su sentido último, constituía otra incógnita.

A Alejandro le llamó la atención el sonido de crujir de ramas secas proveniente de unos arbustos cercados por una reja. Había comprobado que los deambuladores eran absolutamente inofensivos, siendo su auténtico enemigo figuras en apariencia inertes, monolíticas. A pesar de ello se sintió inseguro. Bien podía tratarse, no obstante, de un animal.

Se levantó del banco y le hizo un gesto a María para que permaneciera en silencio. Con sigilo, saltó el cercado pasando alternativamente las piernas, pues no medía más de un metro. El ruido cesó, por lo que supuso que se trataba, en efecto, de un animal que alertado de su presencia se había quedado agazapado al suelo. Un perro callejero tal vez. Un gato. Pero al rodear el arbusto, revelándose de entre la oscuridad, distinguió una silueta humana, gruesa, de al menos dos metros de altura, con la cabeza puntiaguda, como si la cubriera una capucha. Se quedó quieto, paralizado por un miedo súbito. Alguien se erguía frente a él, como si hubiera estado esperando a que apareciera después de haberlo acechado tras el espesor de los arbustos.

Transcurrieron apenas unos segundos, pero fueron suficientes para que cientos de preguntas se amontonaran en su cabeza, desordenadas. ¿Se trataba de un deambulador? Su instinto le decía que el extraño constituía una amenaza, así que retrocedió unos pasos, sin quitarle la vista de encima, controlando sus movimientos para actuar en consecuencia, y después, alertando a María para que emprendiera la huida, giró sobre sí mismo con la intención de correr a toda prisa. Pero justo al volver la mirada se golpeó de cara contra un obstáculo plantado en el mismo lugar por el que había llegado hasta allí. Cayó entonces de espaldas al suelo, sobre un charco. Se lesionó con algo duro en la espalda, tal vez una piedra escondida en la profundidad del barrizal. Al volver en sí, se frotó los ojos, sucios de tierra, y vio que se levantaba una figura casi idéntica a la otra. Un hombre de mayor estatura aún y cuerpo robusto, tanto como para haber permanecido fijo, cual pétrea estatua, después de haber chocado alocadamente contra él. No alcanzaba a ver su rostro, pues tal vez lo cubría, como el otro, con un pasamontañas.

Su contorno se recortaba contra la luz natural de la noche, la cual se filtraba, tomando la forma de rectos cañones que revelaban la presencia de partículas flotantes, a través de sus hercúleas extremidades. Y en su mano derecha el destello mortal de un objeto metálico y alargado. ¡Un cuchillo!

Alejandro comprendió que estaba rodeado. Se giró sobre sí mismo para levantarse mientras a gritos alertaba a María, pero resbaló y cayó de nuevo en el charco, esta vez boca abajo. Sintió el peso de una bota contra su espalda y una risa burlona. Una voz ronca. Presión también en el cuello, de manera que no podía sacar la cabeza del profundo charco.

Se ahogaba.

Un tiempo después -quizá no demasiado-, su pulmón se hinchó con un espasmo -como si hubiera estado muerta- y el agua corrió por los conductos interiores hasta provocar una intensa tos refleja que pretendía expulsarla de los pulmones. Su organismo se defendía. Se asfixiaba. Sacó enérgicamente la cabeza del agua, pero todavía la acompañó la sensación de estar ahogándose en mitad del océano, una experiencia familiar, reconocible, ya vivida cuando fuera niña, en la playa, en un momento que los padres de María se despistaron y la dejaron nadar demasiado adentro -más de lo que un cuerpo de diez años debe- un día de leve oleaje movido por la brisa de una tarde ardiente que quedó gravada en su memoria.

Esta fue la experiencia que ocupaba ahora su mente, como si la estuviera reviviendo.

A esta tos intensa la siguieron grandes bocanadas de aire. Sacudidas reflejas de sus pulmones, cuya máxima ahora era regresar a la vida. Su corazón latía tan fuertemente que todavía tardó un rato en lograr un cierto compás. Poco a poco regresó a una ambigua normalidad en la que, al fin, pudo lanzar una mirada atónita y desorientada en derredor. Pero la conmoción era tal que no recordaba qué había ocurrido en aquel espacio de tiempo.

Su memoria sólo alcanzaba a los gritos de Alejandro detrás de los arbustos. Su cuerpo estaba cubierto de barro. Tiritaba de frío.

Se rodeó con sus propios brazos, buscando un ápice de calor, pues la noche helada y una densa niebla que no dejaba ver un metro más allá de su posición en mitad del camino, se proyectaban directamente contra su piel desnuda. Era como si se le hincaran mil alfileres a la vez. Intentó levantarse, pero un acceso de dolor en el vientre la lanzó otra vez al suelo. Soltó un gemido similar al de un animalillo herido mortalmente y extraviado en la solitaria plenitud de un bosque.

¡Alejandro! ¿Y Alejandro? Miró a su alrededor, aterrada, confusa. Había desaparecido. Intentó llamarlo, pero el frío apenas si le dejaba articular una palabra inteligible. Otra vez quiso alzar la voz, esta vez con más éxito, pero al otro parecía habérselo tragado la niebla. Otro intento, y desistió.

Perdió de pronto el instinto de supervivencia, pues lo que realmente le pedía el cuerpo era tenderse de nuevo sobre el charco y esperar allí. Pero gracias a un fugaz acceso de lucidez mental comprendió que lo prioritario era resguardarse del frío. De lo contrario, moriría. Así que se sobrepuso al dolor y logró erguirse. Entre sus muslos una mancha de sangre hasta las rodillas que se mezclaba con el agua. Y al moverse apenas, descubrió que el dolor se desplegaba en diversos puntos por toda su fisonomía. También del lado derecho de la cabeza manaba sangre.

De momento el barro cubría la totalidad su piel, pero temió lo peor. ¿Qué habían hecho con ella? ¿Cuál sería el estado de su cuerpo ahora? No obstante, pudo caminar rápido aunque sus piernas estuvieran entumecidas por el frío.

A tientas entre la niebla y sorteando los obstáculos logró escabullirse del parque por una de sus cuatro salidas, no supo cuál en realidad, pues su trayecto hasta encontrarla fue azaroso y torpe. Al otro lado de la carretera se prolongaba una hilera de casas antiguas, de dos pisos, idénticas entre sí. Eran las viejas urbanizaciones residenciales -lujosas antaño- del extrarradio. Cruzó y recorrió la fila hasta descubrir que la puerta de una de ellas estaba abierta, aunque primero debía saltar la alta verja del frondoso jardín de rosales que rodeaba la casa. Una vez en su interior corrió la puerta con cuidado.

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