VIII
Los días siguientes tuvo que armarse de valor para salir del improvisado refugio y aventurarse en las casas vecinas en busca de aprovisionamiento con vistas a pasar allí una temporada, tal vez para siempre.
Nunca lo hacía sin llevar la escopeta cargada a la espalda por una cinta de cuero que le cruzaba por el pecho, y las buenas mochilas del cazador.
Buscaba madera con la que alimentar el fuego de la chimenea instalada en el salón. Bien podría haberla conseguido a partir de los muebles del mismo sitio que habitaba como invasora, sin embargo, en muy pocos días había desarrollado un cariño especial por el interior.
Saltaba a la vista la dedicación de los ancianos en el cuidado de cada una de las partes de la casa. Había sido tratada casi como un santuario -el viejo dejó intactas las cosas de su mujer, quizá para conservar un vestigio de su presencia-, donde se amontonaba, con orden, el trabajo de una vida, así como los afectos en su interior desarrollados, los lazos familiares...
En cada rincón latía el pulso de una disputa, una reconciliación, un amor o desamor. La vida no sólo se compone de células, o del recuerdo de personas, sino de las cosas que acompañan desde siempre, en las que queda indeleble una vivencia. Esto la hizo pensar no sólo en ese mundo que a su alrededor era devorado, sino en la celeridad del mundo anterior, en su inestabilidad, en su afán incansable de renovación, donde transcurridos cierto número de años ya resultaba imposible mirarse en el espejo de esos objetos que, cambiados por los nuevos, yacían en algún vertedero o habían sido transformados en otros muebles gracias al proceso de reciclaje.
A raíz de estos pensamientos prefirió mantener el interior de la casa intacto, pues destrozarlo se le antojaba poco menos que una profanación a la memoria de quienes, sin saberlo, le habían cedido temporalmente la hacienda como una herencia que conservar.
Intentaba pensar que no era la dueña, sino sólo una arrendataria. Y a pesar de la incertidumbre, sólo la presencia a medias de Alejandro y el espíritu familiar y cálido de la casa tenían sobre ella un efecto edificante, sobre todo en los peores momentos, cuando el ánimo decaía destrozado a dentelladas de soledad y toda acción se sumía en el vacío y el sin sentido, en una ausencia absoluta de dirección. Pero en aquellos momentos se centraba en las cuestiones inmediatas, esenciales, las cuales apuntaban nada más que a la mera supervivencia. Ningún proyecto -como ahora que asaltaba las casas vecinas- tenía visos de extenderse más allá de lo imprescindible. Por eso prefería no formularse la pregunta fundamental: ¿Para qué semejante esfuerzo?
No llevó adelante grandes almacenamientos. No merecía la pena, pues las casas, vacías todas, se le ofrecían como un inmenso supermercado al que podía recurrir cada vez que quisiera. Por ejemplo, el gas en la casa era suficiente para al menos un mes, de modo que esperaría a que estuviera gastado para proveerse de más. En una de las propiedades vecinas, en el cobertizo del jardincillo trasero, halló un hacha con la que extrajo madera de puertas y ventanas, así como de muebles interiores. Comida enlatada, agua embotellada -esto era lo más escaso, pues en ninguna de las casas encontró provisiones pensadas a largo plazo, sino sólo lo que la pobre gente tenía antes de ser hipnotizada- y, eso sí, una mochila entera de drogas de toda clase. Sobre todo necesitaba tranquilizantes para Alejandro, pero también gasas limpias, vendaje para mudarlo y demás medicamentos para posibles infecciones de una herida que se empeñaba en no cicatrizar y que de tanto en tanto -acaso por un zurcido inexperto- manaba nueva sangre.
En lo que respecta a ella cada día se sentía, al menos físicamente, más fuerte. Los cardenales desaparecían de su piel poco a poco, regresando ésta a su color habitual. La herida de la sien cicatrizaba sin problemas y las articulaciones cada vez le dolían menos. No pasaron muchos días hasta que no necesitó de calmante alguno para continuar sus tareas de aprovisionamiento de víveres.
Los días se iban y venían otros.
Había perdido la noción del tiempo. Sólo los relojes de mecanismos simples, sin más fuente de alimentación que el rotar sincrónico de los engranajes internos y la voluntad de darles cuerda, funcionaban, como era el caso del que había en el salón, cuyo péndulo colgaba, no obstante, quieto, anunciando esa suspensión temporal o acaso definitiva. Mas, para ponerlo en hora, tenía a su vez que saber la hora. Aparte de este círculo vicioso, estaba el hecho no menos significativo de que María había adquirido sus propios ritmos, instada por las necesidades más básicas. No necesitaba saber la hora del reloj, pues prestaba oídos a un tic-tac interno. Había entrado en una simbiosis armónica con el exterior, llegando a acuerdos naturales. Aplicándose al cuidado de Alejandro, sólo le suministraba calmantes cuando despertaba de su letargo azuzado por un dolor agudo e insoportable. Ella sólo respondía a las exigencias de un cuerpo, prescindiendo, pues, de toda proscripción temporal. Se alimentaba cuando tenía hambre y proporcionaba al enfermo alimento sólo cuando éste se encontraba en disposición de comer. Invadía las casas vecinas a la luz del día, deslizándose con sigilo y ojo avizor, esperando ver y no ser vista.
No por lo reiterado de la tarea desapareció el miedo al exterior. Después del suceso el mundo entero había cambiado, adquiriendo un matiz desagradable. Pensó en cómo una experiencia personal tenía la capacidad de impregnar el ambiente de violencia, aunque ésta sólo fuera una posibilidad. Pero si bien antes estaba implícita, ahora se explicitaba detrás de cada muro, en el espesor del parque de enfrente -donde ocurrió todo- y, en definitiva, en los ángulos invisibles, en las zonas inobservables.
Todas ellas se transformaban en un acertijo, pues escondían, si no algo real, al menos sí que su potencial. Se puede decir que ahora escondían, cuando anteriormente no las había tenido ni siquiera en cuenta. Entonces descubrió que lo desconocido no produce miedo, sino la conciencia de lo desconocido y los monstruos que la imaginación, instada por la experiencia, coloca entre las sombras de una noche oscura, entre el frondoso follaje, del cual, en este caso, emergía una y otra vez la imagen desfigurada, irreal, de un encapuchado.
La oscuridad en sí no era nada que temer, sólo lo que ella engendraba. Así que debía realizar un considerable esfuerzo mental con el fin de no convertirse en una paranoica, pues era consciente además de que no saber calibrar con justicia los posibles peligros la podía conducir a acciones torpes y precipitadas, también nocivas para su seguridad.
Por las tardes, cuando no había nada que hacer, se colaba en el despacho del anciano y cogía una novela. Dada su escasa instrucción contaba con la ventaja de la ausencia de criterio, así que disfrutaba con todas. Cualquiera le parecía buena, y no le costaba nada elegir la siguiente. Descendía al salón y allí, a la luz de una vela y frente al calor que radiaba de la chimenea, leía con una apacibilidad que sólo se rompía a intervalos por algún ruido proveniente del exterior, siempre causado por el viento.
La que más le cautivó fue una en la que su protagonista, Meursautl, un hombre sin creencias, era conducido al patíbulo previo juicio por un crimen absurdo. Ciertos libros, como aquel -llegó a leerlo tres veces- le cautivaban hasta el punto de dejarla días pensando en las ideas que recorrían sus páginas.
De esta forma se adentraba en una rutina capaz de sostenerla a medias en la existencia, creando debajo de sí, como un ficticio subsuelo, la solidez que entretejía la asiduidad de las acciones y su propia y consciente perseverancia.
A pesar del tiempo y los continuos cuidados en el enfermo no se anunciaba mejoría alguna. Sus estados de conciencia duraban poco tiempo, y durante los mismos solamente balbuceaba palabras inconexas que ella identificaba como aumento de dolor o reclamo para ser alimentado. Pasaba horas junto a él, recostada a su lado, en silencio y escuchando su respiración pausada. Entonces la estancia oscura pendía en la inmensidad del vacío, cogida sólo desde quién sabe qué origen por un finísimo hilo, el de la vida, ingobernable y amenazando siempre con quebrarse.
La pérdida de sangre era algo habitual. La fiebre se mantenía siempre en niveles alarmantes. Una noche tuvo que desnudarlo y frotar a lo largo y ancho de su fisonomía paños de agua helada mientras él sufría intensas sacudidas, sudaba y tenía alucinaciones en las que se repetía, aderezada con motivos oníricos, la secuencia del parque.
Los encapuchados también volvían a él como fantasmas que en su estado cobraban realidad carnal absoluta. En tales momentos su sufrimiento se transmitía a María. La herida, además, terminó por infectarse y las continuas limpiezas con alcohol no parecían surtir efecto alguno, al menos a corto plazo.
Sólo accesos necesarios de optimismo la hacían suponer que el enfermo entraba en procesos ambiguos de recuperación. Eso sucedía porque a pesar de todo, y sin saberlo ella siquiera, encerraba dentro de sí un mínimo de esperanza. Mas después regresaba a la realidad cruda y objetiva de las cosas y sus ciertos estados, por naturaleza absolutamente ajenos al deseo de las personas, y la invadía, no ya la desesperanza -que vive de su contrario y no es sino el reclamo último e irreconocible de una milagrosa mejoría imposible a la luz de todos los indicios- sino la absoluta certeza de un desenlace que se pregonaba en cada elemento, en cada nueva hemorragia, en los balbuceos cada vez más ininteligibles, en sus ojos vidriosos de mirada extraviada.
A veces tenía la certeza de que Alejandro moría, y ésta le parecía más real que cualquier signo en su contra, por lo cual, paradójicamente, reproducía en ella un efecto consolador. Otras veces, asediada por el miedo a la soledad, no le quedaba más que romper en lágrimas. Esto la cansaba tanto que sólo gracias a ello conciliaba el sueño y encaraba el día siguiente -uno igual al anterior- con cierta entereza de ánimo.
Un día recibió un auténtico rayo de esperanza. Alejandro salió del trance, al principio repitiendo el nombre de Marta, articulando palabras claras pero sin coherencia, y luego atribuyendo cierta lógica a su discurso. La casualidad quiso que fuera en uno de aquellos momentos en que decidió acostarse a su lado y vigilar la evolución de cerca.
La prueba irrefutable de que había vuelto en sí fue que con mucho esfuerzo se giró hacia el lado de María y la llamó por su nombre, clavando sus ojos en los de ella. Aunque le iba a costar mucho trabajo, deseaba hablarle con premura:
-Marta –repitió- He soñado con ella. En realidad, no dejo de soñar con ella. Pero también contigo.
Hizo un esfuerzo por acariciar su cabellera, pero una punzada de dolor en el costado impidió que el brazo pudiera terminar el corto recorrido. La luz de la vela iluminaba apenas su rostro demacrado, y las frases se sucedían con intervalos de silencio.
María permanecía callada. Sintió la obligación de disuadirle, pues no debía gastar energías, pero pudo más el deseo de escucharle. Llevaba muchos días inmersa en los libros y esas eran palabras muertas nada comparables a aquéllas pronunciadas en acto, esas que todavía retienen el aliento y calor de una boca.
-Voy a hacerte una confesión -la palabra “confesión” no gustó nada a María, pues le sonó como una búsqueda de absolución a las puertas de la muerte, una evocación que teñiría las siguientes frases con un acento siniestro, el acto premeditado de conjurar la vida- Echo de menos a Marta. Ella era lo único que daba un poco de sentido a mi vida, pero, en realidad, entonces yo no era feliz. Jamás lo fui, en ninguno de los lugares que me tocaron. Las cosas siempre se me presentaron como un deber, y creo que pasé la vida sin hacer lo que realmente deseaba, y hasta sin plantearme si deseaba otra cosa, como una especie de vegetal, una ausencia absoluta de motivación. Es como dejarse arrastrar por una marea intensa contra la que ni intentas luchar porque intuyes que todo esfuerzo en contra es inútil. ¿Te has sentido alguna vez así?
Hizo una pausa esperando la respuesta de María, que en este caso fue afirmativa. En el fondo se sentía identificada con Alejandro en este punto.
Él prosiguió.
-Y no una vez. Fue un sentimiento constante. Naces y tienes ya una vida dispuesta para ti, y en vez de vivir te dedicas a ocupar el espacio que te corresponde, a discurrir por él anónimamente. Jamás le he contado esto a nadie porque además me provocaba una cierta vergüenza de mí mismo, primero, por mi propia maldad al rechazarlo todo, incluso seres queridos, y segundo, por la cobardía de no hacerlo. Eres la primera persona que lo sabe. Y tenía que decirlo, porque es como una losa en mi pecho, como esos pecados que los religiosos se quitan de encima contándoselos al cura, pero mucho más personal y a la vez informe, como si en vez de algo adosado a mi conciencia fuera yo mismo toda esa culpa, y estuviera integrada, tiñéndolos, en cada acto y en cada pensamiento. Ahora me siento bastante más desahogado. ¿Entiendes todo esto que te digo? -contestó que sí- Me vas a tomar por loco cuando te cuente otra cosa.
Hizo una pausa y lanzó un quejido, pues el dolor regresaba. Instó a María a que le suministrara los calmantes justos, pues no quería sumirse en el sueño sin antes haber terminado su confesión. Era como si tuviera una clara conciencia de que tal estado de lucidez podía ser el último.
-Estos días han sido terribles. He sentido miedo, auténtico miedo. No sé qué te hicieron esos hombres en el parque, pero debió de ser terrible. Y me hubiera gustado ayudarte. Poder evitarlo. El mundo se ha hundido irremediablemente y quizá todas las personas que conozco están muertas. Probablemente yo muera con ellas. Y entre todo este caos he encontrado un poco de felicidad. No sé a qué es debida. Quizá porque ya no depende de mí, porque, aunque por miedo y cobardía deseara lo contrario, esa vida vacía y estúpida es ya imposible de recuperar, porque todos se han ido con ella, y con ella un mundo que en el fondo odiaba por considerarlo centro de todos mis males. Sé que es egoísta por mi parte, pero es así. ¿Qué opinas? ¿Crees que soy un hombre terrible por sentirme feliz ante la aniquilación?
-No lo creo -dijo ella con sinceridad- No podemos luchar contra lo que sentimos esté o no justificado. Si está bien o mal, eso viene después.
-¡Qué inteligente eres! Te admiro. Te he admirado siempre. Te consideraba la persona más lúcida de cuantas conocía, aunque jamás te lo confesé. Siempre estabas en silencio. Hablando lo justo, observando el entorno, quizá sin atreverte a inmiscuirte del todo en él, en el curso de las cosas, con extrañeza, guardando las distancias, desconfiada, como yo. También me llamabas mucho la atención sexualmente, incluso estando ya comprometido con Marta. Te paseabas delante de mí en la oficina y en secreto fantaseaba con tigo. Te deseaba.
-Sería sólo un capricho.
-Es probable, pero no me lo di. En realidad el dármelo quedaba tan lejano a mis posibilidades que ni me lo planteaba. Eran sólo fantasías y secretos del todo irrealizables. Mi vida tenía un rumbo tan absolutamente fijo que incumplirlo era como perder la vida misma. Llega un punto en que te identificas demasiado con tu camino. Lo más patético -ahora intentaba esbozar una sonrisa que no terminaba de formarse- es que he tenido que verme aquí, en este estado, para contártelo sin que me importen lo más mínimo las consecuencias que tenga. El mundo está a veces tan perfectamente terminado, es una creación tan sublime, hace encajar tan bien las piezas, que es preciso desbaratarlo y comenzar de nuevo su edificación. Es como si tanta perfección saturara el espacio -dirigió su vista hacia la ventana. Había comenzado a chispear, y las gotas repiqueteaban contra el cristal- Voy a reconocerlo: me alegro de que haya sucedido todo esto. Sólo me apenas que quizás no vea el mundo que surgirá después. Pero conozco sus engranajes, sus goznes. Puedo suponer lo más fundamental. Este proceso es un dolor necesario, la destrucción de algo que otros, quizá hasta con buenas intenciones, dispusieron para nosotros. Después llegará la alegría de la edificación. Hacer las cosas desde el principio, con libertad, construir a partir de la nada con la incertidumbre del éxito o el fracaso, a imagen de los que consigan sobrevivir. Después se volverá a saturar. En su perfección, apagará la exaltación que lo hizo posible, esa mezcla de dolor, desconcierto, voluntad y alegría, y entonces se desmoronará, se devorará a sí mismo tal y como está sucediendo ahora. Yo quisiera ver la parte mejor, pero...
-No digas eso -le reprendió María intentando contener sus emociones.
-¿Crees que mi estado es mejor? Y no me engañes, por favor, no soporto más mentiras.
Después de dudar contestó negativamente. Ahora sí que no pudo refrenar el llanto, cosa que el otro le recriminó:
-No llores por eso -por fin logró llevar adelante su sonrisa, completarla, y era sincera- Es la verdad y eso es lo que cuenta. Si mi vida hubiera sido verdad, si yo hubiera sido valiente a pesar de la negativa del mundo para hacer una vida de verdad, conforme a mí; si me hubiera reconocido todo esto en vez de esconderlo de mí mismo, no habría acogido con tanta felicidad esta destrucción. ¡Pero a la mierda con todo! Ahora me siento libre hasta para morir. Esa es la verdad. Odiaba todo, lo primero a mí mismo. Debí entender antes que cualquier cosa da igual, que nada tiene la importancia que uno le atribuye. Que si hemos de morir, si todo ha de ser masticado y tragado una y otra vez, empujado por un apetito misterioso...
Se interrumpió. Quedó un momento pensativo, mirando al techo, pues estaba boca arriba, y después sólo dijo que tenía sueño e iba a dormir un poco, para lo cual necesitaría calmantes. El dolor hacía otra vez de las suyas. Se los suministró.
María volvió a tenderse junto a él pensando que moriría esa noche. Llegaron los sudores fríos. Había aumentado la fiebre hasta niveles alarmantes y su respiración era más débil que nunca, tal vez por el esfuerzo realizado.
Por un momento le pudo la inactividad. Se sentía impotente ante el implacable curso de acontecimientos. La tentación de no hacer nada esta vez, de dejar que la vida siguiera su curso natural estuvo a punto de dominarla, pero al fin se levantó enérgicamente de la cama. Las sábanas estaban más sucias de sangre de lo habitual, así que lo desnudó y quitó el antiguo vendaje para desinfectar otra vez la herida.
Otra vez. Otra vez. No tenía fin. Luchaba contra un enemigo demasiado poderoso. Ante él, toda intentona resultaba estéril de antemano. ¿Cuántas batallas podía ganarle? ¿Cuánto tiempo? Cada cura era una concesión bajo estrictas e ineludibles condiciones. Los puntos de sutura se habían roto y la carne alrededor no dejaba sitio para nuevas costuras, pues se había infectado.
¿Qué había allí? Sin darse ni cuenta comenzó a descifrar la incógnita a través de los ojos de Alejandro. ¿Qué era aquello? ¿Qué ancestral movimiento tenía lugar frente a sus ojos? ¿Era aquella mancha de podredumbre el aspecto de la muerte o de la vida, o de ambas cosas a la vez? ¿Dónde terminaba una y comenzaba la otra? La visión ya ni siquiera era terrible. Todo estaba embrollado en esa herida. Algo caminaba con sus mil patas sobre la carne, y se podía decir, literalmente, que se la comía. Algo demasiado pequeño para averiguarlo, microscópico, pero que justamente por alimentarse allí se estaba aniquilando a sí mismo. Y escuchaba la respiración de él. Y la suya propia, que en el fondo eran exactamente igual que la herida, el mismo proceso ajeno a toda voluntad donde sucedía el embrollo y los límites se diluían y se hacían indiscernibles, y todo era flujo, caudal a veces manso, otras tempestuoso, de alegres rumores y remansos de tranquilidad en los que nadie podía habitar para siempre.
No podía coserla.
Era imposible.
La limpió no obstante y la cubrió con una gasa. Intentó que la venda apretara lo bastante como para contener la hemorragia, pero tenía perfecto conocimiento de que nada podía ya detenerla. Solamente se sentía en la obligación humana de gastar hasta el último recurso.
Las mil estampas de santos, vírgenes y cristos diseminadas por toda la casa constituían un impotente recurso ante el implacable devenir de acontecimientos reales, ante el infeccioso río de la vida profunda, del que ella sólo alcanzaba a ver los efectos finales en la superficie, el grado de intensidad último destinado a su disolución inmediata. De modo que volvió a acostarse junto al enfermo y en vez de posicionarse ilusamente contra lo inevitable, decidió aceptarlo sin condiciones.
Lo que sucedió a continuación está como envuelto en las tinieblas de un sueño. Era de madrugada cuando María despertó de un sobresalto, como era ya habitual en su estado continuo de vigilancia. Tenía a Alejandro abrazado, y en su cuerpo ya no sentía la calidez anterior ni el sutil compás de la respiración. Sus miembros estaban fríos y rígidos, y ella misma descansaba sobre el charco de sangre que impregnaba las sábanas. Se levantó suavemente y corroboró que no se equivocaba. Dormía junto a un cadáver. Era la primera vez que María encaraba la muerte, la sentía cercana e inexorable, real, férrea frente a un mundo ingrávido forjado en imágenes sin solidez. Y comprobó que un cuerpo muerto no tiene nada de especial. Todo ello le indujo a un estado de paz momentáneo no tanto por la ausencia de su amigo como por la sencillez de la propia muerte. Nada extraño ni ajeno había en ella. Dada la lejanía, había magnificado su importancia. Nada significativo, ni trágico, solo la promesa cumplida de lo que, por temor a lo desconocido, había conjurado estérilmente a fuerza de gasas, curas, alcohol, hilo y aguja...
El proceso anunciado desde que lo encontrara con la cuchillada en el costado se cumplía por fin, y entre el caos en que se movía no podía por menos de arrojar un cierto orden producto de la única certidumbre.
Se levantó de la cama y cubrió el cuerpo con la sábana. La habitación estaba apenas iluminada por una vela casi consumida que proyectaba contra la pared forrada las flameantes sombras de objetos serenos. Se dejó caer en la silla de la cómoda, a los pies del difunto.
Allí ya no cabía hacer nada más. Recordó secuencias de velatorio, aunque no sabía si pertenecían a vivencias reales o eran parte del imaginario colectivo. Se preguntó por qué la gente se empeñaba en velar un cuerpo muerto, por qué los vivos se rodeaban en torno a un pedazo de carne y rezaban y pregonaban sus angustias para alimentar la esperanza de evitar lo que no hacía sino reproducirse por doquier, en todas las cosas, en los mismos oradores en el instante de llevar adelante sus plegarias.
Visto así -se decía- resultaba cómico. ¿Cuántos monumentos, imágenes, escritos, no habría producido el ser humano para refugiarse de su cierto destino? Y desde luego era mejor, al menos a efectos prácticos, pensar que tras la muerte quedaba la nada absoluta. Pero también lógicamente no podía ser de otro modo, pues en el fondo ahora presentía que esa misma nada planeaba a cada momento sobre la vida. Algo que excedía en mucho la realidad mundana que, dada su grandeza, terminaba tragando cuanto producía.
El único descanso posible radicaba en esa certeza, en que la vida acabara y los procesos continuaran adelante. Recordaba una a una las palabras de Alejandro en su piso. Algo estaba en curso. Algo que no podía designarse y cuya naturaleza era ser incesante.
Lentamente fue atando las piezas del rompecabezas, como si hubiera tenido una iluminación y por fin comprendiera el secreto. No existía concepto que pudiera alumbrar el reciente descubrimiento. No era tampoco semejante a una sensación. Había visto la Verdad esa misma noche, una vez que su mente había logrado esquivar los refugios del engaño impulsados por el miedo. Pero, dada su naturaleza, tal verdad era absolutamente intransferible. Estaba en la herida de Alejandro, que se abrió ante sus ojos como la caja sellada que contiene todos los misterios, sólo aptos para quien esté dispuesto a ver. Estaba en la vida de su cuerpo y en la muerte del mismo. Y sólo unos ojos absolutamente limpios, tan puros como la misma herida putrefacta, podían atravesar los enigmas de la infección de la carne hasta ser cegados por el esplendor de la divina inocencia.

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