viernes, 27 de marzo de 2009

Capítulo Quinto




V




Aun situado en aquel punto, el muro, de aparente grosor, carecía de puertas para cruzar al otro lado. A izquierda y derecha se prolongaba homogéneo hasta donde alcanzaba la vista, por lo que concluyeron de inmediato que realmente descendía desde la montaña, abriéndose en las dos direcciones y cercando el perímetro de la ciudad.

Desde una cierta distancia les había parecido que se trataba de hormigón, pues era de un color grisáceo muy similar al de la fortaleza. En realidad era una prolongación de la misma.

Alejandro fue quien primero desmintió lo del material. Se acercó, posó su mano sobre la superficie y en su expresión se dibujó una mueca de asombro. María, antes siquiera de preguntar, le siguió en la acción. Era impermeable, pues las gotas de lluvia se deslizaban frenéticas pero sin llegar a mojarlo, como si se tratara de una cascada artificial, apenas repelida, decorando el vestíbulo de un lujoso edificio. Pero aquello no era mármol, ni se parecía al cristal ni al acero. Era mucho más pulido. Tanto, que pese a su rigidez y dureza al tacto le sonaba como la mismísima seda. Y las gotas, al deslizarse, trazaban un recorrido perfectamente perpendicular al suelo, sin ser desviadas por rugosidad alguna.

-¿Qué es esto? -preguntó Alejando como al aire, a sabiendas de que no obtendría contestación alguna.

María, en efecto, no respondió. Permaneció absorta acariciando aquella superficie cuyo material le era totalmente desconocido hasta la fecha. Ni siquiera la expresión “material pulido” alcanzaba siquiera a describir lo que se sentía al deslizar suavemente los dedos. Llegaba a alcanzar cierto placer al tocarlo. Y enseguida dedujo que la fortaleza debía de estar fabricada con él.

Arriba del muro, distanciados en series de diez metros, se extendía una hilera de focos redondos, de un metro de diámetro, como los que cada noche alumbraban con sus potentes cañones de luz los alrededores del bosque.

Retrocedieron de un brinco cuando estos focos se encendieron, dejando escapar un sonido similar al de un interruptor gigante. Las líneas azuladas se agitaban entre la lluvia, proyectándose más allá de la misma carretera que llegaba al puente. Sin embargo, resultaba extraño que no hubiese vigías en lo alto y ni siquiera algo parecido a una cámara. Aunque -pensaron- tal vez estaban ocultas, pues... ¿para qué vigilar con las luces si nadie estaba mirando?

Los sucesos que se desarrollaban eran aterradores, pues parecía como si los focos fueran cientos de ojos perdiéndose en la lejanía, anclados en lo alto de una estructura viva, con identidad propia, que de alguna manera los examinaba a través de la enigmática superficie.

Un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de Alejandro.

-¿Y si se han encendido por nosotros? -dijo.

-Al simple tacto -sentenció ella.

Miraron a ambos lados con la certeza de que el siguiente paso de ese mecanismo singular sería la aparición de alguna autoridad. Sopesaron la posibilidad de esperar allí a que tal cosa sucediera. En realidad, los animaba la necesidad de una explicación, de llegar al final del camino, y en tales circunstancias incluso ser arrestados se les antojaba una atractiva opción.

A parte de las especulaciones, lo cierto es que no sabían nada. Tal vez sí se trataba de una epidemia real. Tal vez nada maléfico había en esa hipotética autoridad que de un momento a otro podía hacer acto de presencia. Quizá los trataran como a supervivientes, haciéndoles preguntas y sometiéndolos a un proceso de cuarentena al final del cual hallarían la libertad. Sin embargo, a medida que transcurrían los minutos, la otra posibilidad, la de que aquello fuera una zona de pruebas militares para experimentar con modernísimas tecnologías bélicas, o peor aún, un campo de exterminio, comenzó a nublar sus esperanzas.

No podían dejar al puro azar el ser apresados por fuerzas oscuras y perversas. ¿Qué harían con ellos? ¿Qué no podían hacer con dos personas indefensas en situaciones en las que cualquier forma de sociedad, de ley, había muerto o quedado en suspenso? Sabían de sobra que en las situaciones excepcionales había propensión a cometer los más atroces crímenes, y muy frecuentemente por parte de la misma autoridad, dado el vacío legal.

Cualquier cosa, pues, era posible, desde ser fusilados allí mismo usando el muro como paredón, a ser recluidos por tiempo indefinido, pasando por exámenes físicos y psíquicos con el objeto de investigar las causas que aún los mantenían a salvo de la hipnosis, o ser hipnotizados con más ahínco. A todas luces, resultaba arriesgado dejarse en manos de la diosa fortuna teniendo en cuenta que eran sus vidas las que estaban en juego.

Estas opciones situaban en una encrucijada que Alejandro resolvió magistralmente. Propuso que, tal vez, si aparecía alguna forma de autoridad, el aspecto y actitud de la misma les diera la solución. Pero para ello debían ver sin ser vistos, por lo cual se alejaron del muro rápidamente, bajo la insistente lluvia, otra vez driblando los vehículos abandonados en mitad de la carretera, y se colaron en un edificio de mediana altura, próximo al lugar, desde cuyas ventanas podrían vigilar con los viejos prismáticos.

Otra vez tuvieron que ayudarse de la linterna de gas para moverse sin peligro por la oscuridad de las escaleras. Esperaban hallar la puerta abierta de una vivienda con las ventanas situadas en dirección al muro, pero llegaron hasta el sexto y último piso sin que se cumpliera tal pronóstico.

Podían abordar cualquiera de las viviendas, pero no saber qué encontrarían en el interior les hizo adoptar medidas más prudentes.

Desde la última planta, la escalera continuaba, estrechándose, hasta un rellano donde estaba la puerta de la terraza. La encontraron cerrada, pero Alejandro empleó el machete para forzarla. María alumbraba mientras él otro forcejeaba con la cerradura. La acción le llevó casi media hora, ya no tanto por la seguridad del edificio como por la manera tosca en que debía hacerlo, pues para aquel trabajo no contaba con ningún antecedente. Pero la hoja del cuchillo era dura y al final pudo doblar el aluminio hasta hacer visible la pestaña metálica. Después de esto, deslizarla hacia el interior con la punta afilada del machete fue sencillo, terminado lo cual la puerta se abrió violentamente hacia ellos empujada por el fuerte viento que corría en la terraza.

Casi resultaba un suicidio salir al exterior. Agachados, se dirigieron hacia la baranda y se resguardaron de ser proyectados al vacío por una ráfaga de aire. Fue él quien primero levantó la cabeza y oteó con los prismáticos, transmitiendo la noticia de que, por el momento, todo continuaba igual.

El temporal había arreciado, cobrando en sus efectos magnitudes extraordinarias. Todos los árboles de la avenida, desnudos en sus ramas, se doblaban hasta colocarse casi paralelos al suelo. El sonido de la madera crujiendo se elevó por encima del aire. Dos de ellos se habían desplomado encima de sendos vehículos, hundiendo el techo y haciendo que los cristales reventaran y quedaran esparcidos en cientos de minúsculos pedazos que no llegaron a tocar el asfalto, siendo de inmediato arrastrados por el aire.

Había un poco de pendiente en la calle, por lo que el agua comenzó a acumularse -dado que las alcantarillas estaban al completo- y a correr, formando un improvisado y generoso caudal que irrumpía en el portal de los edificios y arrastraba todo tipo de enseres consigo: bolsas de basura rotas que esparcían su interior como si fueran los órganos de un cuerpo reventado, mobiliario urbano de toda clase -los contenedores, incluso una farola- y lo más terrible, los cadáveres que habían quedado tirados en mitad de la calle, no sólo de personas, sino de perros, gatos, palomas, ratas y demás fauna urbana.

A medida que el caudal aumentaba, los coches se deslizaban suavemente. Los últimos empujaban a los primeros, y poco a poco fueron componiendo una masa metálica de los más variados colores que se agolpaba contra el muro.

A pesar del empuje éste no mostraba ninguna señal de deterioro.

Los focos continuaban alumbrando aquel destrozo, y ahora los cañones azulados eran más visibles dado que la tarde llegaba y a la progresiva ausencia de luz natural había que sumar el negror del cielo nublado, roto sólo a intervalos por algún rayo surcándolo de un golpe.

María, desde su escondrijo, le preguntó si podía ver lo que había más allá del muro, al otro lado del puente. A lo que el otro respondió que, dado el espesor del agua, resultaba imposible. La última visión era siempre la de los focos.

Luego de quince minutos vigilando le tocó el turno a María, pues el aire venía tan frío y soplaban con tamaña fuerza que sentía cómo la piel de su cara se helaba, dando acceso al dolor. María hizo otro tanto, y al cabo de una hora concluyeron que nadie iba a aparecer.

El hecho de que se encendieran las luces justo cuando tocaron el muro tal vez -pensaron- se debió a una simple casualidad. Su repentino funcionamiento, y a la vista de los acontecimientos estaban casi seguros de ello, probablemente tenía su respuesta en las extremas condiciones meteorológicas.

-Deberíamos -dijo ella- buscar algo con lo que trepar el muro. Es alto, pero quizá sea tan sencillo como saltar al otro lado. Quizá sólo se trate de eso.

-Pero no sabemos que encontremos allí -se apresuró a señalar Alejandro, quien en todas las cuestiones se mostraba siempre más precavido.

-Y qué importa eso. Ya sabemos lo que hay aquí. La ciudad muere y si nos quedamos moriremos con ella. Cada vez estoy más convencida de que nadie va a venir a rescatarnos.

Alejandro sopesó la situación, y en efecto el riesgo era mínimo comparado con quedarse a este lado del perímetro amurallado. Además, por muy prudentes que fueran sus primeros pensamientos, también le podía más el ansia de escapar y hallar, al otro lado, una explicación.

No podían, sin embargo, llevar adelante su plan en ese momento, así que abandonaron la terraza y se instalaron en el rellano después de haber atrancado la puerta para impedir el acceso del viento y la lluvia.

Volvieron a alumbrarse con la linterna de gas para arrancar varios barrotes de la baranda de madera, que emplearon en encender un fuego y protegerse del frío. Arriba, a ras casi del techo, había una pequeña ventana que dejaron entreabierta para no asfixiarse con el humo. Extendieron dos sacos y, al calor de la hoguera intentaron dormir.

Si bien Alejandro logró hacerlo en profundidad, María sólo dormía a intervalos. Su cuerpo le exigía estar alerta. A las tres horas el temporal se había reducido a una llovizna insistente pero leve. Se escuchaba silbar el viento al cortarse entre los edificios, pero progresivamente fue sonando más lejano. Salió del saco y descubrió que la tormenta había remitido de forma considerable. Presagiaba, no obstante, una noche seca y helada.

Desde la terraza volvió a dirigir los prismáticos hacia el muro, ávida por saber al fin qué había al otro lado. Pero ahora era la oscuridad recién entrada la que censuraba la vista más allá de los focos, encendidos a toda potencia e iluminando el destrozo urbano que el viento había provocado.

La imagen era desoladora.

El esporádico río había desaparecido, reduciéndose a un conjunto de profundos charcos de barro, y ahora algunos cuerpos emergían atrapados en un amasijo de ramas, hierros, coches aplastados por los árboles, una parada de autobús arrancada totalmente y vuelta del revés, trozos de antena que cayeron desde los edificios, y otros enseres cuya identidad era ya imposible descifrar.

Sintió mientras observaba la compañía de Alejandro detrás de ella, que se incorporaba a la situación con lentitud y en silencio.

Todo estaba en calma. Muy próximo al lugar, un colegio cerrado con una verja de hierro arrancada en un tramo de cinco o seis metros. Colocada en vertical haría las veces de escalera. Salieron a la calle con prudencia. Aunque no se lo habían confesado, ambos se sentían nerviosos por el futuro intento de evasión. Miedo y esperanza se entremezclaban brindándoles una sensación vital única. Eran emociones que nunca antes habían experimentado.

Decidieron no encender ninguna luz y moverse agachados entre los coches. Realmente... ¿vigilaba alguien? Los focos, más bien, parecían un sistema disuasorio, pero no podían arriesgarse. Cuando presagiaban que un cañón iba a pasar sobre ellos detenían la marcha y se parapetaban detrás de cualquiera de los objetos. Pasado el peligro, salían rápidamente y recorrían otros tantos metros saltando por encima de los capós.

Las mochilas dificultaban mucho la movilidad, pero habían decidido llevarlas consigo, pues ni estaban convencidos de poder pasar al otro lado, ni de no necesitarlas caso de poder hacerlo.

Una vez recorrida la distancia que les separaba del colegio terminaron de arrancar el pedazo de verja metálica. Este trabajo les llevó bastante tiempo, dado que en uno de los extremos estaba todavía bien fijada al ladrillo. Además, cada dos o tres minutos tenían que abandonar la tarea y esconderse de la luz, haciendo de las sombras que ella misma generaba el único lugar seguro.

Ahora quedaba lo más difícil: transportarla, sin ser sorprendidos, hasta el muro. Cada uno en un extremo de la improvisada escalera, siguieron la táctica anterior con respecto a los focos.

A pesar del frío llegaron sudados y jadeando. Comenzaron a tender la verja. No daría el alto del muro ni siquiera situada encima del techo de una vieja furgoneta que había llegado hasta allí empujada por la furia del agua. No obstante, María, que se había ofrecido para ser ella la primera en subir, creyó que podría salvar el último tramo a pulso. Alejandro estaría abajo, sujetándola firmemente.

Cuando por fin la escalera tocó el muro, ambos temieron que sonara una alarma. Pero, por el momento, nada ocurrió, así que emprendió la marcha a través de los cilíndricos peldaños.

A mitad de trayecto sucedió algo extraño. Sentía en pies y manos cómo los hierros vibraban levemente. Miró hacia abajo, a Alejandro, comprobando que ponía todas sus fuerzas y atención en sujetar la verja. Y aunque al principio lo creyó, no era ella misma quien la hacía temblar. Otro peldaño, y a la vibración se sumó un zumbido leve pero creciente. Dos peldaños más, y el movimiento comenzó a ser tan intenso que la escalera se agitó de un lado a otro. A esto había que añadir el hecho de que en una superficie tan lisa era imposible que quedara bien afianzada, por lo que los extremos metálicos se deslizaban con demasiada facilidad.

Se detuvo en seco, atemorizada. La separaban los suficientes metros como para sufrir una caída grave.

Alejandro, avisado del inaudito fenómeno, se informó sobre si sería capaz de llegar arriba. La otra contestó que sí con la voz entrecortada. Estaba decidida a llegar al final del muro. Otro peldaño, y el zumbido aumentó de volumen. Tal sonido tenía un efecto muy concreto sobre el cerebro. No sólo resultaba molesto a los oídos, sino que lograba nublar la vista y que se sintiera mareada. Estaba, sin duda, diseñado a la perfección para hacer perder el equilibrio a cualquiera que intentara evadirse.

Así y con todo continuó camino arriba.

Casi al final de su recorrido, Alejandro le ordenó que descendiera. Ya no era una vibración, sino un movimiento violento y seco de izquierda a derecha, y se creía incapaz de mantener fija la escalera al techo de la furgoneta. Arriba del todo, a sólo metro y medio, María comprendió que el muro se estaba defendiendo. Ese era el sistema que hacía innecesaria cualquier video vigilancia. Era como si estuviera vivo, como un gigante intentando zafarse de un minúsculo y molesto insecto. Mas el empeño del muro por lanzarla al vacío era directamente proporcional al que ponía ella en llegar arriba.

Pese al peligro tenía plena conciencia de que esa sería la única oportunidad de saber qué había al otro lado. Al menos, se decía a sí misma haciendo acopio de valentía, intentaría pasar la vista. Dio un arriesgado salto hasta colocar sus manos en el extremo del muro. Para sujetarse debía usar todas sus fuerzas, pues los dedos se deslizaban lenta pero irremediablemente. Alejandro observaba perplejo la inaudita habilidad de la otra. Había dejado de recomendarle que cejara en su empeño, pues su cabeza ya estaba casi a la altura perfecta.

Fue como si el muro hubiera perdido los nervios, como si guardara un secreto celosamente y no estuviera dispuesto a compartirlo con ella. Lo que sólo había sido un peligroso zarandeo se trasformó en una sacudida violenta. El material lanzó un sonido estridente, quizá sólo fruto del roce con el suelo, de la estructura dilatándose y contrayéndose, pero, sugestionados, ellos escucharon algo similar al gruñido de una bestia que ha sido molestada en su sueño. María resbaló y cayó sobre la escalera con el suficiente tino como para permanecer agarrada. Las sacudidas aumentaron hasta el punto de hacer que los extremos se separaran unos centímetros. Intentó bajar a toda prisa. Alejandro sentía un fuerte dolor en manos y hombros, y gritaba que no aguantaría ni un segundo más. Otra sacudida, y a tres metros aún la escalera salió despedida cruzando vertical por encima de Alejandro. María dio un salto y cayó de espaldas sobre el techo de la furgoneta. Su cara estaba pálida del susto y el corazón le bombeaba con fuerza. Él la ayudó a levantase. Una vez de pie, comprobó que sólo tenía un poco magullado el hombro. La escalera levantó un gran estrépito al chocar contra los vehículos, y después todo quedó en un absoluto silencio.

El muro volvió a su rigidez y quietud anterior. María lo observaba llena de recelo. Sin darse ni cuenta lo había personificado. Entre los brazos de Alejandro, le lanzaba una mirada de derrota a su poderoso adversario, que parecía erigirse orgulloso, potente, soberbio, cruel. Desde la altura un ente invisible se mofaba de ellos.

El silencio reinante era como una risa socarrona que se extendía por la ciudad. Y de pronto, sintió desesperación.

El color del muro cambió lentamente. Como si estuviera ocurriendo en su interior mismo y ellos pudieran verlo a través de una pantalla, aparecían múltiples manchas negras cuyos tentáculos se extendían en forma de pequeñas nubes que se conectaban entre sí para finalmente convertirlo en una gigantesca superficie negra. Y de súbito, frente a ellos, de un diámetro colosal, apareció el punto rojo emitiendo los gritos, ahora a toda potencia, desgarrando sus oídos.

Era como una garganta roja, abismal, ordenándoles que se marcharan. Retrocedieron primero unos metros, aturdidos, asustados, fijos los ojos en el punto, y después reaccionaron con una evasión a toda prisa, saltando por encima de los coches y ya sin preocuparse por si uno de los focos revelaba de pronto sus figuras. ¿Para qué? El muro ya sabía que estaban allí. Se defendía. Expulsaba a los extraños, repeliéndolos a la lejana y profunda oscuridad de la urbe.

Escucharon los gritos hasta mucho tiempo después de haber perdido el muro de vista. Quizá -pensaron- el sonido se extendía ahora por toda la ciudad, desde la superficie del muro hacia todos los puntos posibles. Cuando ya estaban lejos, el infernal sonido cesó.

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