viernes, 27 de marzo de 2009

FINAL ALTERNATIVO






(by: María García Pérez)



Escuchó cómo se alejaba el pesado vehículo encargado de la reubicación de los supervivientes. El ruidoso motor del bélico camión, desde la distancia, se asemejaba al inofensivo ronroneo de un gato. A ambos lados de la cabina y contra el fondo verde militar, el nuevo símbolo, portador de renovados valores, emisor de un sentido que venía a inundar la realidad o, más bien, a reconstituirla.

Antes de abrir, se detuvo un momento frente a la verja que cercaba la casa. Rebosaba de emoción. Era un día luminoso, radiante, primaveral. Los rosales de grueso tronco habían florecido salvajemente, haciendo suyo el espacio del jardín, invadiendo el camino, diluyendo los lindes, borrando las delimitaciones. No pudo evitar pensar en ella y en el esmero que ponía en su cuidado. Le parecía estar viéndola, arrodillada sobre la húmeda tierra, con el peto baquero, todavía llena de vida, con los guantes de goma para evitar los pinchazos y el sombrero de paja proyectando su sombra hasta la mitad de la cara. Después, un leve gesto con la cabeza alertada por el ruido metálico de la verja al abrirse, y por último una sonrisa, un saludo, un gesto con la mano libre, mientras en la otra sostenía las tenazas destinadas a aparejar el crecimiento. A pesar del perfecto cuidado, se empeñaba en dejar un resquicio para el curso salvaje del crecimiento. Y se ponía frenética cada vez que averiguaba el despuntar de un desorden, de una libertad absoluta que ni el más meticuloso de los controles era capaz de evitar. Decía: “Los rosales son un ejemplo de la vida. Da igual lo que hagamos, pues al final termina por expandirse a través de los caminos más inesperados” Esa era su visión del mundo, el exceso, la expansión irrefrenable, la hermosura del desbordamiento contrpuesta al incansable afán por remediarlo o encauzarlo.

Accionó el interrputor, pero el suministro de luz aún no había sido reactivado, pese a que las nuevas autoridades hubieran anunciado que se trataba de una prioridad. Este detalle, sin embargo, no le importó. Lo que realmente le conmovió fue encontrarse, después de tanto tiempo, en el interior del salón y descubrir que todo continuaba en su sitio, que nadie, durante el estado de suspensión, lo había profanado, ni las autoridades provisionales ni aquéllos grupos de saqueadores que aprovechan la menor conmoción para reavivar su salvajismo. Allí continuaban sus trofeos, las fotografías de familia, el reloj, cuyo péndulo, quieto, suspendido en el aire, marcaba la hora precisa en que abandonó la casa instado por un remolino de fuerzas violentas. Pensaba ponerlo a funcionar en cuanto se hubiese instalado. Esa sería su primera labor, hacer circular el tiempo por toda la casa. Abrir las ventanas, ventilar ese ambiente viciado. Que la vida corriera de nuevo, que siguiera su curso normal.

Después del salón fue a la cocina. Allí los recuerdos eran más vivos aún. Se vio a sí mismo sentado a un lado de la mesa, y al otro, a su esposa, cenando un plato de pasta y discutiendo enfáticamente sobre la naturaleza de las cosas, sobre la esencia profunda de los fenómenos, sobre la vida y la muerte, sobre el sentido de la realidad, siempre con una cita de su filósofo favorito. Ella combinaba una inteligencia despierta con una desbordante imaginación.

Sentía en la piel el calor de la estufa, la saciedad de una abundanete cena, la somnolencia que provocaba el buen vino... Cruzó la cocina hasta el jardincillo trasero, desde el cual, al alzar la vista, podía verse la muralla del castillo medieval que se levantaba en lo alto de un monte frondoso. Unos potentes focos recorrían el perímetro del muro de aquélla ruina rehabilitada tiempo atrás para los turistas. A veces, después de cenar, continuaban con su conversación en ese jardincillo, precisamente observando el castillo mientras fumaban tranquilamente un cigarro.

Subió las escaleras pesadamente -sus piernas ya no eran las del enérgico cazador- y cruzó como un relámpago el estrecho pasillo hasta el dormitorio. Allí cuidó a su esposa los últimos días de su vida, antes de morir de una terrible y dolorosa enfermedad. Pero esa cama también le traía recuerdos gratos. Sobre esas sábanas, con el cabezal de forja y latón como mudo testigo, se había desarrollado intensivamente una vida, con lo bueno y con lo malo, con sus luces y sus sombras, siempre empujada por oscuros procesos. La calidez de su cuerpo dormido, su respiración pausada, el tacto de un brazo sobre su hombro... Cada rincón de la casa albergaba una vivencia. Allí estaba todo, como un tesoro bien custodiado por el recuerdo de D. Ignacio.

Se internó en el despacho. Continuaba igual. Los tratados de filosofía, las novelas, las escopetas de caza. Aquélla fotografía de él en el barco sosteniendo un gran pez... La otra foto, la de su esposa, la placa con su nombre en el marco: María; y dos fechas entre las cuales vivió, rescatándola de la indiferencia del tiempo.

Abrió el cajón de la mesa, sacó papel y bolígrafo, encendió una pequeña vela para que guiara su vista gastada, y comenzó a escribir sus pensamientos. En ellos se embarcó durante algunas semanas, a cuyo término, sobre la mesa apareció una obrita literaria, quizá terminada, quizá no.

En ella se hallaba el falseamiento más descarado de la realidad, construido a fuerza de símbolos tales como una fortaleza, un muro con identidad propia que cercaba la esperanza y representaba el límite del pensamiento ciego y aún esperanzado, una emisión enigmática, deambuladores atrapados por el absurdo y resistiéndose a perecer, ciudades abatidas en puro estado de suspensión, encapuchados, y por supuesto aventuras de tipo novelesco que no tenían otra finalidad que hallar un hilo argumental para el despligue de todas las ideas.

Todo en la obra era falso y, no obstante, no constituía sino el empeño personal por penetrar la realidad objetiva de las cosas e instalarse un paso más allá de la misma, en la esencia de un suceso, un afán incansable para comprender a fondo los acontecimientos que se habían desarrollado recientemente en la ciudad en llamas, y por supuesto ubicar la muerte de María, darle una paradójica significación.

¿Estaba terminada la obra? Quizá -meditaba lleno de dudas- debía arrojar más luz sobre esos elementos estrictamente simbólicos que, pese a falsear, no suponían sino la cima de su penetración intelectual. Quizá debía incorporar una reflexión final de todo cuanto ahora sucedía en la calle, de la cual, a través de la ventana abierta, aun llegaba el ruido de camiones y los vítores de los supervivientes y la grandeza de la afirmación. Así que se sentó y escribió las últimas líneas:


“El muro ha desaparecido. También la fortaleza, y poco a poco las cosas han regresado a su cauce habitual. En la calle aclaman los supervivientes, que se creen al fin liberados de toda carga terrenal, como si hubieran logrado desafiar a todas las fuerzas de la naturaleza en su conjunto y de una sola vez para instalarse en la tierra prometida que ha llegado a este páramo de cadáveres y fantasmas. Y tal y como pronosticó Alejandro, la perfecta construcción, saturada, ha caído para dar paso a una alegre renovación en apariencia sólida. Sin embargo no puedo participar de esta alegría en la reconstrucción, pues mis ojos están mucho más allá de lo momentáneo y se adelantan en el tiempo y se enfrentan, primero al absurdo, a la nada, y luego a las realidades que nos gobiernan con puño de hierro. No les reprocho esta confusión, pues la esperanza forma parte de la vida y es aquella facultad natural con la que el ser humano también afronta la existencia y ejerce su presión sobre las demás cosas e intenta, en vano, afirmarse sobre ellas. Y me consta que su lucha llena de esperanza es perfectamente legítima, pues de lo contrario las cosas se impondrían sobre el ser humano, afirmándose de manera brutal e instantánea. Gracias a la esperanza robamos unos minutos al destino y nos sostenemos un poco más en la existencia, como si nos proporcionáramos a nosotros mismos una prórroga.

Alejandro Boj era un hombre sabio que encaró la muerte con tranquilidad, y quizá incluso con un poco de curiosidad morbosa. Me enseñó que en los instantes de suspensión, cuando un nuevo sentido está por llegar y el antiguo sistema ha sido devorado en una guerra cuya naturaleza le impide prolongarse eternamente en la forma descarnada, nada tiene significado, pues el seguro mundo de los hombres ha sido destruido. También me enseñó que la justicia ideal no existe, y si acaso la única justicia ideal entre las personas es la que el azar mismo produce ejecutando casualmente venganzas inesperadas que no pueden ser llamadas sino de la siguiente manera: ironías del destino. Con ellas debemos conformarnos. Quizá los que le mataron ahora yazcan ahorcados por sus atroces delitos, una vez que ha finalizado la confusión de la guerra. Sólo este azar puede tranquilizarnos, pues esta clase de justicia perfecta, incondicional, verdaderamente ciega, sólo puede llevarla adelante la inocencia incorruptible e imparcial del destino en el que estamos inmersos y del cual participamos.

En lo que respecta a los hombres, ahora creen, de manera ingenua, que van a implantar la justicia ideal, la cual emanará de los juzgados más respetables. No se dan cuenta de que la justicia humana posee un punto de vista determinado, y no es sino el de los vencedores, los cuales al fundar su sociedad nueva e ideal no hacen sino perpetuar esa victoria -efímera afirmación de sus fuerzas puras y desnudas- por tiempo indefinido, haciendo que esa victoria imposible en estado de caos absoluto resuene ahora en todas las formas de ordenamientos, en los objetos, en las palabras, en la estructura interna de los pensamientos, en los ritos, en los monumentos, en el arte, en la ciencia, en la ley misma. Si gana la lógica, descubriremos un pensar lógico como causa de cada contenido mental. Si gana la fe, hallaremos a Dios en su lugar. Y ambas cosas son reales y a la vez una ilusión.

Lo que era puro conflicto cercado por un límite infranqueable del cual no había salida posible -pues no remite sino a la máquina imparable que también en este segundo nos empuja- es ahora un simple litigio judicial en el que unas fuerzas enmudecen a otras. Ya hay salida de la ciudad. Ha desaparecido el muro y podemos refugiarnos en las aguas seguras, en los remansos tranquilos de nuestra habilidad natural y forzosa para suministrarnos narcóticos y sedantes e instalarnos en la ilusión.

Muchas cosas serán respetables a partir de ahora, pero nada es sagrado en el mundo que edifican las personas, pues está predestinado a desaparecer azotado por las fuerzas impetuosas de la vida desarrollándose intensivamente, sin descansar un minuto ni darnos tregua.

Nadie puede detener el tiempo, ya que éste es sólo la apreciación sensitiva de ese movimiento perpetuo al que nos someten dos bestias en pugna, ambas hambrientas y jugosas a la vez, siempre en igualdad de condiciones -aunque a veces la una se imponga un tiempo a la otra-, pues son al unísono presa y depredador la una para la otra.

Esta nueva y alegre sociedad que comienza ante mis ojos tiene ya los días contados. No es justa, sino la afirmación de una bestia sobre otra bestia, la reproducción espacio temporal de esa victoria imposible de sostenerse en estado de caos, de modo que yo, desde mi ventana, puedo atravesar con mis ojos el universo compacto, con sentido, para averiguar las fisuras a partir de las cuales emerge una vegetación indomable y productiva. ¿Cómo va a durar eternamente esta sociedad si sólo hace normativizar, posibilitar, llevar a ser, este estado de guerra y suspensión de toda norma que Alejandro no logró sobrevivir?

Puedo comprender ahora perfectamente el estado de expectación en que se hallaban los deambuladores. La fuerza oscura les obligaba a vivir, aun sin motivo para ello, y en sus ojos gravada la expectativa de un nuevo mundo lleno de sentido que forzosamente había de aparecer. Pero ya se están reproduciendo los bandos frente a mis ojos. En sus albores, ya surgen naturalmente las fuerzas enemigas capaces de minar el sistema hasta conducirlo a un nuevo desvanecimiento, momento en el cual los hombres del futuro experimentarán la nada, el caos, ese reverso productor del nuevo cosmos.

Quizá nuestra culpa estriba en ser arrastrados por ese movimiento inocente. Pero ningún hombre es realmente culpable de nada. Nadie es responsable de sus deseos e inclinaciones, ni de sus palabras, pues sólo ese fondo inocente anima todo movimiento y nos empuja sin que podamos detener el reloj ni un sólo segundo. No podemos señalar con el dedo, pues todos intentamos domesticar, cada cual a su modo, ese tigre a cuyo lomo cabalgamos. Ese es el máximo deseo de las personas, detener el tiempo, ser libres de la naturaleza abismal. Pero los hombres están condenados a otro tipo de libertad que los convierte en esclavos. Si pudieran ver a través de mis ojos descubrirían hasta qué punto extremo son libres. Este es el reverso de lo que hay, y se trata de una libertad tan pura -encarnada en la herida de Alejandro-, tan inocente, tan sin límite, que aterra a la mayoría.

En cuanto a mí, sobreviví. Siento la tentación de hundirme en el anhelo de los viejos prejuicios y hablar desde la subjetividad. Entonces diría que el destino me tenía reservada la supervivencia para que enseñe a los hombres del mañana a domesticar lo indomesticable. Pero mi pensamiento rehuye estas inclinaciones naturales y me sitúa frente a la única verdad de las cosas. Esa noche, en el parque, pude morir y no lo hice. Todo ello queda al margen de mi voluntad. El destino, que es azar, quiso que mis pulmones expulsaran el agua y el cuerpo continuara adelante, siempre ciego. Acontecimientos invisibles, procesos que no nos está dado conocer, se confabularon sin seguir un plan -pues no hay finalidad humana que se haga valer- para, en su confluencia, levantar mi cuerpo del agua. ¿Para qué? Es aquí donde la vida pierde el significado arbitrario que los hombres, según la época, le atribuyen.

No hay ningún plan más allá de la mera perpetuidad del caosmos"





Fin. En Granada el 17 de Enero del 2008.

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